Por la Paz

Editado por Rafael González Amaral

Nota: Este texto corresponde al tomo IV, capítulo XXXII de la obra “Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico” original de Francisco Machuca y reeditada por la Academia de Historia Militar. Esta reproducción está autorizada por el editor para este sitio web y solo para fines educativos.

El grito de Montán tradujo la expresión sincera y honrada de un gran corazón; la resistencia era imposible; cualquier amago caería ahogado por la fuerza. No se divisaba otra solución que la paz derechamente ajustada. Muchos dirigentes de Lima acogieron favorablemente la presidencia de Iglesias, como único medio de terminar la horrorosa situación del país, con tres mandatarios, cuyas fuerzas vivían de los recursos de la zona por ellas ocupada.

Los pierolistas recibieron con benevolencia a Mariano Castro, respetable y opulento hacendado cajamarqueño, cuñado de Iglesias. Este aseguraba bajo su palabra de honor, que el general aceptaba la Presidencia de la República, únicamente para pactar la paz con Chile. Llenado su objeto, entregaría el poder al Congreso, a Piérola o al caudillo que designara el pueblo. Halagado con tales expectativas, el comité pierolista no hostilizó, más bien favoreció los trabajos del nuevo mandatario. Mientras tanto recibió instrucciones de su jefe, que anunciaba su próxima vuelta al país, para el mes de septiembre.

En efecto, Piérola llegó a Nueva York a principios de noviembre. El 29 se entrevistó con nuestro ministro en Estados Unidos, Joaquín Godoy, con quien era amigo desde Lima. De la conversación habida entre ambos quedó en claro que Piérola no hacía ya cuestión de la cesión de territorial, pero si, y primordial, de los derechos de los acreedores del Perú, que no pueden ser defraudados. Entre estos, se encontraba Dreyfus, amigo íntimo de Piérola, su caja de fondos, y al cual se acusaba de haber estafado al fisco peruano en 4 millones de libras esterlinas, saldo que Piérola reconoció en su favor, cuando en verdad Dreyfus hermanos eran deudores al Gobierno por gruesas sumas provenientes de la consignación del guano.

El Gobierno de Chile rechazó esta pretensión. Envió a su comité un telegrama, en que recomienda que en caso de que intervengan en un tratado de paz, no olviden a los acreedores del Perú ni a Bolivia, llamada a participar en cualquier arreglo.

El presidente Santa María veía muy nublado el horizonte; Montero quería la continuación de las hostilidades, García Calderón tenía miedo de firmar un tratado con cláusulas sobre Tacna y Arica; Cáceres continuaba sus depredaciones en la sierra, e Iglesias incipiente, no era todavía un factor decisivo por falta de fuerzas suficientes.

José María Quimper, político de fuste y hábil entre los hábiles de la política peruana, obtuvo permiso para trasladarse de Angol a Santiago, a conferenciar con el presidente Santa María. Propuso a este, la firma de un tratado secreto entre Chile y García Calderón con aceptación de las bases de cesión territorial; García se trasladaría a Arequipa, reuniría un congreso, influyendo en los congresales para que aceptasen el tratado suscrito.

Santa María aceptó, previa la firma del tratado de paz, con intervención de Mr. Logan, y con la fianza de su cumplimiento de parte del ministro norteamericano. Calderón rehusó firmar un protocolo en este sentido.

Mientras tanto, el prestigio de Iglesias se consolidaba en Lima, no obstante, la frialdad de los pierolistas, que se distancian de su Gobierno, con el pretexto de que su jefe no había dado instrucciones para prestarle apoyo.

Una influencia nueva entró en acción y arrastró la opinión pública más sana y consciente, tanto nacional como extranjera, de la capital peruana. La orden masónica contaba con numerosos adeptos en los países beligerantes.[1]

El Perú constituía un poder independiente, con autonomía propia, para su administración y confección de grados superiores, hasta el 33, con sede en Lima. La cabeza directiva de la Gran Logia de Chile, dependiente del rito escocés antiguo y aceptado, residía en Valparaíso, con logias distribuidas en Copiapó, La Serena, Santiago, Talca y Concepción. Operaba solo en los tres primeros grados.

La masonería chilena estuvo brillantemente representada durante la campaña, no solo en los servicios anexos, sanidad, intendencia, diplomacia, etc., sino también en las filas activas, donde ejercía para temperar los horrores de la guerra acción, y su séquito de calamidades, dulcificando los rigores.

La masonería organizó el Servicio Sanitario y merced a la influencia internacional de la institución, las directivas del Perú y Chile obtuvieron su ingreso oficial en la Convención de Ginebra.

El serenísimo gran maestre de Chile marchó a la vanguardia de la Cruz Roja e imprimió a los hospitales y ambulancias una acción eficaz, merced a su acertada dirección y a su laborioso ejemplo. Venciendo innumerables dificultades, la Sanidad logró un trabajo eficiente, digno de las justas felicitaciones que recibió del Comité Central de Ginebra. El Servicio, improvisado durante la guerra, se perfeccionó día a día y echó sólidos fundamentos para el porvenir.

Sabido es que la Orden no busca adeptos, ni reconoce rango, ni fortuna; pero hallan ancha puerta los que llegan a los umbrales de sus templos, como hombres honrados, libres de preocupaciones, amantes de la verdad, temerosos de Dios y dispuestos a trabajar por el bien general de la humanidad. Los postulantes que reúnen estas condiciones, tienen opción a las pruebas exigidas por los rituales. El hermano Castro Saldívar trajo la palabra de concordia y paz de la Logia de Cajamarca a las de Lima; nativos y extranjeros agrupados en un ideal común, se pusieron pronto de acuerdo y se alistaron para abrir las entornadas puertas de la aurora de la reconciliación.

Una tenida solemne celebrada en la calle del Huevo, recibió la visita de 27 hermanos del ejército chileno, especialmente invitados, los cuales fueron recibidos fraternalmente en el Oriente, bajo la bóveda de acero. Los chilenos abrieron al día siguiente los trabajos de una Logia en instancia y ejercitaron la labor sublime con la amplitud de los grandes ideales.

Las logias de la obediencia y las radicadas en el país, secundaron el movimiento iniciado en Cajamarca y sancionado en Lima. Extranjeros, peruanos y chumos, iluminados por la luz radiante de la tolerancia, llevaron hasta los confines del horizonte la antorcha luminosa que proclamaba la paz, siempre la paz de la familia humana.

Las logias de Chile respondieron a los anhelos de sus hermanas peruanas; calmaron los ardores bélicos enardecidos y encausan los espíritus dentro de los sentimientos de amor y confraternidad. Tiempo era ya de restañar la sangre de las heridas, y signar la paz a que el país era acreedor, merced al empuje de sus hijos y al éxito de la contienda.

Los pierolistas y civilistas dirigentes en Lima empezaron a hacer el vacío en torno del presidente Regenerador. Más, la activa propaganda de las logias aumentó rápidamente el número de sus partidarios, que no tardaron en ponerse en comunicación con miembros del ejército del centro y del sur.

Obscuros aventureros acaudillaron la mayor parte de las guerrillas, tras la satisfacción de innobles apetitos. La Asamblea de Cajamarca dictó la ley contra las montoneras, promulgada el 8 de enero de 1883 por S. E. el general Iglesias.

La quebrada de Canta, baluarte hasta entonces de las fuerzas de Cáceres, fue la primera en reconocer al presidente regenerador. Reunidos los jefes de la División Vanguardia encargada de la defensa de esta zona, aprobaron el 4 de febrero de 1883, que la División Vanguardia reconociera y declarará en nombre de Dios, que la paz es el único recurso para dar término a las calamidades públicas.

Como resultado del pronunciamiento, el Gobierno nombró Jefe Político y Militar del centro, al coronel Luis Milón Duarte; jefe de la División Vanguardia, al coronel Manuel Encarnación Vento; jefe de Estado Mayor de la misma, al coronel Teodoro Simón Antay; y al coronel Manuel Díaz, jefe de la Reserva.

Los pueblos de la quebrada, reunidos en Canta, capital de la provincia, ratificaron el acuerdo anterior, reconocieron el Gobierno del general Iglesias y prestaron obediencia a su representante, el coronel Duarte.

Pocos días después, el coronel Pedro Palacios, primer jefe del batallón Huarochiri, acantonado en Cieneguilla, reconoció al presidente regenerador como jefe supremo.

Alarmado Cáceres, por estas defecciones, se propuso obrar vigorosamente. Empleó los largos meses de su permanencia en Tarma, en acrecentar su ejército, equiparlo y disciplinario. Estableció su cuartel general en esta plaza a fines de julio, con los batallones Tarapacá, Zepita, Junín, Pucará, Marcavalle, ocho piezas de artillería de retrocarga y el escuadrón Cazadores del Perú.

Después de llenar las bajas de los mencionados cuerpos, organizó los batallones Tarma, Apata y Concepción, de infantería; y de caballería, el escuadrón Tarma, cuyo comando dio al mayor Agustín Zapatel. La juventud de la mejor sociedad tarmeña se enroló en este escuadrón.

Lista sus fuerzas para entrar en campaña, ordenó al prefecto de Huancavelica la reanudación de las hostilidades en los valles de Cañete, Chincha e Ica, para distraer las tropas de estas guarniciones, con una continua alarma.

Por su parte, tomó sus mejores tropas para caer sobre Canta y castigar debidamente el reconocimiento del Gobierno de Cajamarca, pues supo de las conferencias de Vento con Lynch. Formó un núcleo de operaciones compuesto de los batallones Tarapacá Nº 1 y Zepita Nº 2, a cargo del coronel Manuel Cáceres; de los batallones Junín Nº 3 y Jauja Nº 8 comandados por el coronel Manuel Reyes Santa María; 4 piezas de artillería, el Escuadrón Tarma y medio escuadrón de Cazadores del Perú.

Dejó en Tarma, resguardando la plaza, a su jefe de Estado Mayor, coronel Manuel Tafur, con los batallones Concepción, Marcavalle, y Apata; 2 piezas de artillería de tiro rápido, el escuadrón Dos de mayo y medio escuadrón de los Cazadores del Perú.

Abrió la campaña, atravesando la cordillera por Casapalca, para atacar a Canta, cuyos habitantes, por abandonar su causa, merecían un severo correctivo. Engrosó sus fuerzas con los siguientes guerrilleros: Batallón Atahualpa, coronel Mariano Medina; Batallón Huarochiri, comandante Ismael González; Escuadrón Rímac, comandante Wenceslao Incháustegui y Escuadrón Grau, mayor Agustín Lara.

El coronel Vento se encontraba en la población de Canta, capital de la provincia de su nombre, con 3oo hombres del ejército regenerador.

Cáceres envió al coronel Francisco de Paula Secada a ocupar la plaza de Matucana, capital de la provincia de Huarochiri. El citado jefe dispuso de los batallones guerrilleros Atahualpa, que tomó colocación en San Gerónimo y en la quebrada de Santa Eulalia, cubriendo la derecha; al centro colocó el Rímac, en la formidable posición de Puruhuay y Huachinga; y la defensa de la izquierda se la encomendó al batallón Huarochiri, que se estableció en la quebrada de Sisicaya, ocupando las alturas de Balconcillo, Yanocoto y Chaimallan.

Secada recibió orden de hostilizar diariamente a la guarnición de Chosica, impidiéndole distraer un solo hombre de sus tropas atrincheradas. Cáceres tomó el camino de Lachaquí y pernoctó en el pueblo, a tres leguas de Canta. Envió un oficio a Vento, proponiéndole la fusión de sus tropas para combatir al enemigo extranjero.

No hubo arreglo; se empeñaron rudos tiroteos entre Vento y Cáceres y dada la desigualdad de tropas, este maniobró para envolver la gente del adversario. El coronel Vento no pudo resistir y retrocedió a la hacienda de Caballero, en donde recibió refuerzos chilenos para evitarle un descalabro.

El almirante Lynch envió al coronel León García, con orden de limpiar la quebrada de montoneros. El coronel chileno ocupa a Mocas y después alcanzó y reconoció los pueblos de Yangas y Santa Rosa de Quibe.

Cáceres, tras aparatosos movimientos, se retiró a las cumbres de la cordillera, un refugio obligado. El general, al dirigirse sobre Canta, ordenó al prefecto de Huancavelica Manuel Patiño Zamudio, activar la intensidad de los montoneros en los valles de Cañete, Chincha e Ica, para mantener a esas guarniciones en perpetua alarma.

Pronto apareció una partida de 60 guerrilleros, mandados por el bandolero Pablo Zapata. Conocido por sus fechorías en las haciendas vecinas. El mayor Lucindo Bysivinger con los oficiales Pérez y Trucios, 31 infantes montados y 21 carabineros, avanzó a Lunahuaná, donde se trabó en pelea con la montonera, la que huyó después de un empeño al arma blanca, dejando algunos muertos en el campo, y 20 acémilas cargadas con víveres.

Otra montonera que apareció en el valle de Chincha asaltó la hacienda de Larán, al norte de Cañete y quitó una partida de caballos, víveres y ganado. Salió a su encuentro el capitán Rodolfo Ovalle, con el teniente Maluenda y 22 carabineros que sorprendió al enemigo, matando al jefe y unos siete hombres de tropa. El resto escapó merced a una rápida fuga. Se tomaron siete caballos con sillas y algunas armas.

El capitán Abraham Guzmán, del Lautaro, guarnecía la hacienda Ungará, con 100 infantes de su cuerpo y 25 granaderos a caballo. Un día se le presentaron 150 guerrilleros del valle de Lunahuaná. Guzmán contestó el fuego y comunicó lo ocurrido al mayor Waldo Guzmán, que acampó en Pueblo Nuevo con Granaderos; y este, al mayor Hermógenes Camus, comandante en jefe, con residencia en la Quebrada.

Ambos jefes concurrieron presurosos con caballería y artillería montada. Los montoneros tomaron la fuga a la vista de los refuerzos. Por nuestra parte, tuvimos heridos al teniente Abelardo Urízar, de Granaderos, que falleció poco después, y dos soldados del Lautaro.

El enemigo perdió dos cabecillas, el capitán Cabrera, el secretario del jefe y quince de tropa. Y como siempre, se llevaron los heridos.

La voz de insurrección se extendió hasta el valle de Sama, fuera ya de la jurisdicción del almirante Lynch. Cáceres quería dar a sus desesperados movimientos el carácter de un levantamiento general.

El comandante general de armas de Tacna, Manuel Soffia, tuvo conocimiento de que una parte del escuadrón Húsares de Junín se había desprendido de Moquegua, para imponer requisiciones a los moradores del valle de Sama.

El comandante Francisco Vargas, con 80 hombres del escuadrón Las Heras marcha al lugar amagado. Llegó en la tarde a Sama, refrescó la caballada y continuó a Locumba, a las 11 pm.

Debido a la obscuridad de la noche, 60 húsares de Junín entraron a Sama, rodearon la casa del caballero español José Antonio Tellería y penetraron a las habitaciones, rompiendo puertas y ventanas. Asesinaron a sangre fría, al abogado chileno Rafael Feliú y al comerciante argentino en ganados Juan Bustos, e hirieron a un empleado del señor Tellería. Por desgracia, esa noche habían alojado ahí tres señoras que viajaban a Locumba; fueron saqueadas y maltratadas.

Un soldado del Las Heras, Genaro Carvajal, que guardaba los caballos de repuesto, cayó en manos de los guerrilleros. Llevado a presencia del teniente coronel Nicolás Ortiz, Carvajal se declaró desertor que marchaba a trabajar a Moquegua. Interrogado por el camino que llevaba el comandante Vargas, indicó uno distinto, cosa que la montonera se topara con el escuadrón chileno. Lo hicieron cabalgar con las manos atadas a su espalda, para sacar provecho de sus declaraciones.

Los húsares marchaban con rapidez para alejarse del teatro de sus fechorías; al llegar a Pampa Blanca, un sonoro ¿quién vive? les trajo sobresalto. Como no contestaron, el comandante Vargas cargó sobre los húsares desmoralizados. Quedaron tendidos, acabados al arma blanca, el comandante Ortiz con tres de tropa, y seis heridos. La obscuridad de la noche salvó a los restantes.

No obstante que los valles de Cañete, Chincha e Ica se encontraban limpios de montoneras, el almirante concentró las guarniciones, como medida previsora.

El transporte Chile salió del Callao con 1oo hombres del Victoria, para guarnecer a Pisco en unión de dos compañías del Lontué. El comandante del Lautaro, Fidel Urrutia, recibió orden de embarcarse en el mismo transporte las tropas de su cuerpo que tenía en Pisco y Tambo de Mora y trasladarse con su batallón a Cerro Azul, como jefe político y militar de la zona.

El Chile embarcó al batallón Curicó y la segunda compañía de Carabineros de Yungay con destino al Callao.

El general Cáceres, a caballo sobre Los Andes, mantuvo el control de la quebrada de Canta con las tropas a su mando. En tanto, su jefe de Estado Mayor coronel Secada, establecido en Matucana, se tiroteaba diariamente con la guarnición chilena de Chosica.

Cáceres recibía de Lima armas, víveres y municiones, que le enviaba el Comité de sus partidarios y los civilistas, sostenedores del almirante Montero.

El vicepresidente de Arequipa empezaba a dar señales de vida. Nombró jefe político y militar de los departamentos del norte a Carlos Elías; y bien pronto le reforzó con el coronel Isaac Recabarren, que llegó a Tarma con 200 carabinas nuevas y gran cantidad de municiones, para operar sobre Cajamarca, en unión de Elías.

Cáceres dio a Recabarren el Batallón Pucará; en el pueblo de Sayán, provincia de Huacho, donde operaba en conjunción con el prefecto Elías, el coronel Recabarren y el coronel Leoncio Prado, que meses antes había entrado a sangre y fuego por esos contornos, sembrando el espanto entre los pacíficos agricultores de la zona.

Cáceres dispuso que las tropas de Sayán cayeran sobre el puerto de Huacho, ocupado por el comandante Castillo con el Batallón Maule, en tanto él mismo, descendiendo desde las alturas de Canta, atacaría de sorpresa a Chancay, débilmente guarnecido.

Los servicios de espionaje habían sufrido un cambio radical; Cáceres se hallaba al tanto de las ocurrencias de Lima, por los informes de sus parciales; el Cuartel General chileno tenía ahora pleno conocimiento de las intenciones de Cáceres, por los adictos a los coroneles Vento y Antay, por sus fuertes vinculaciones en la quebrada de Canta, en donde poseían valiosas propiedades.

Además, entre Vento y Cáceres existía un resentimiento profundo; el segundo, irritado por la adhesión del primero a Iglesias, tomó prisionero al padre y al hijo del coronel Vento. El anciano sufrió únicamente el tormento de una estrecha prisión, pero el joven fue flagelado con 200 azotes.

El general Lynch recibió informaciones fidedignas de las intenciones del general Cáceres y se dispuso a encerrarlo cerca de la costa con fuerzas suficientes, cortándole la retirada por el camino de Canta.

Cáceres creía seguro el golpe; Chancay tenía solo una compañía, a cargo del capitán Otero quien, sabedor de los planes enemigos, se puso a salvo embarcándose en la Chacabuco.

El almirante formó rápidamente una división destinada a contrarrestar a Cáceres, por Chancay, a las órdenes del coronel Marco Aurelio Arriagada, jefe del Estado Mayor General.

Componían las fuerzas el Batallón 3º de Línea, coronel José Gutiérrez, con 600 hombres; el Batallón Movilizado Coquimbo Nº 3, con 500 hombres, una compañía del Aconcagua al mando del capitán José Vicente Otero, con 150 individuos; una batería de cuatro piezas de montaña, teniente Federico Videla, del Nº 2; y 50 Carabineros de Yungay, comandante el teniente Francisco Vicente del Solar.

La División se embarcó en El Callao en la noche del 20 de marzo. En la mañana del 21, el convoy compuesto del Amazonas y el Huáscar, se unió al Chacabuco, a cuyo bordo se encontraba la compañía del Aconcagua retirada oportunamente del puerto.

Cáceres bajó de Canta a Chancay, con los batallones de línea Tarapacá Nº 1 y Zepita Nº 2, el escuadrón Tarma con 60 jinetes y cuatro piezas de retrocarga.

El 19 de marzo llegó a Palpa, a cinco leguas de Chancay; en la noche siguió marcha, rodeó al pueblo y lo asaltó por varios puntos a la vez sin encontrar enemigos.

El miércoles 21 fondeó la escuadrilla; desembarcó la infantería y parte de la caballada. El 22 toda la división se hallaba en tierra, con la pérdida de dos bogadores que se ahogaron al chocar la lancha contra un poste del muelle. Se distinguió ahí Williams Hart, encargado del desembarco, que se arrojó al agua y a nado llevó un cable a la lancha al garete, que amenazaba hacerse pedazos contra el muelle. Si esta desgracia ocurre, se habrían perdido las cuatro piezas de artillería que transportaba la embarcación. Los admiradores de Hart le festejaron después con una fiesta en Lima y le obsequiaron una medalla de oro.

Arriagada emprendió marcha sobre Palpa, pero ya Cáceres se había fugado al interior. Se hizo un reconocimiento hasta la hacienda de Huando y ahí se confirmó la noticia de la pasada de Cáceres, vía cordillera.

El 30 regresó Arriagada al Callao. El almirante se sentía contrariado, tanto porque Arriagada no persiguió al enemigo hasta el interior, cuanto porque el coronel Urriola que debió salir de Chosica a copar a Cáceres por retaguardia, no pudo salvar los desfiladeros que separan las quebradas, no obstante, los buenos guías que le enviara el Cuartel general. El coronel Urriola pasó un parte con las explicaciones del caso, que satisficieron al señor Lynch.

En tanto, el Gobierno de Cajamarca hacía progresos. El ministro plenipotenciario Jovino Novoa seguía atentamente su marcha; político avezado y prudente, avanzaba con lentitud sus conversaciones con Rufino Torrico, intermediario entre él y Castro Saldívar, delegado en Lima del general Iglesias.

Torrico mostró a Novoa la correspondencia cambiada entre Iglesias y Castro, su cuñado, lo que confirmó la buena opinión formada por Novoa, respecto al movimiento de Cajamarca. Se convenció de los sanos propósitos de Iglesias, que su generoso sacrificio patriótico para celebrar la paz, a despecho de los numerosos caudillos que obstaculizaban el camino, llevados de la ambición de conservarse en el mando.

Novoa escribió en este sentido al presidente y Santa María, que depositaba toda su confianza en él, le autorizó ampliamente para continuar las negociaciones. Escribió al mismo tiempo a Lynch, recomendándole estimular a Iglesias a quien considera el único hombre llamado a ajustar un tratado de paz.

La Asamblea de Cajamarca aprobó un Estatuto provisorio, para el régimen interno del Ejecutivo; las restricciones en el ejercicio de sus funciones y el reconocimiento de las garantías individuales.

García Calderón tuvo conocimiento de las negociaciones de paz y pretendió perturbarlas, enviando a Iglesias una larga comunicación en la cual le asegura que Chile se vale del pretexto de que los dirigentes peruanos están divididos, para no tratar con el Perú.

Estoy persuadido, dice García Calderón, de que Chile desea prolongar cuanto se pueda la ocupación del Perú. Decir con franqueza al mundo esta verdad, sería dar motivos a justas recriminaciones de todos los pueblos ocultos, y por esto, desde mucho tiempo, dice a todos que desea la paz, y que no tiene con quien ajustarla, y para justificar esa falta de gobierno en el Perú, promueve y fomenta la anarquía, y esto lo consigue haciendo alarde de protección para conciliar la odiosidad pública contra el protegido.

No conviene talvez, ni exijo que Ud. Deshaga lo que ha hecho y declare que se une al gobierno provisorio. Pero me parece que sería conveniente que no precipite Ud. los acontecimientos, que no pronuncie Ud. palabra alguna acerca de las bases de paz, y se limite a decir que éstas serán discutidas cuando se reúna una asamblea constituyente, que pueda representar a todo el Perú.

El general Iglesias contestó esta insidiosa carta con la energía y nobleza propias de su carácter.

Ni Ud. podía dar la paz al Perú, ni lo podía ni lo intentaba Montero y trascurría el tiempo y el peligro para la patria era mortal.

Ud. como Montero y como Piérola, creían que la insidia del enemigo, sus planes encubiertos, sus propósitos de conquista, imposibilitaban toda combinación. Y yo, lo confieso a Ud. con orgullo, nunca quise dudar de que la honradez, la lealtad, la energía moral, dan tan buenas victorias como las armas.

Chile nunca ha podido querer la muerte autonómica del Perú; un estadista del talento de Ud. ha debido ver claro en este punto.

La paz ventajosa en cuanto le daban derecho sus victorias, era el interés positivo, permanente de la nación chilena, sobre los intereses transitorios de la ocupación más o menos prolongada. Y si contra esta reflexión decisiva, Chile intentaba solapadamente la conquista, preciso era obligarle a descubrirse.

Así, pues, me decidí a remover obstáculos, para llegar a uno de estos grandes fines; dar la paz necesaria, inmediata, a mi patria, o probar al mundo civilizado y a nuestros pueblos que la anhelaban, que era Chile quien en manera alguna la concedía. Uno y otro resultado eran dignos de mi patriótico sacrificio.

Felizmente, me creo ya en camino de arribar al primer resultado. Ayer he recibido el acuerdo preliminar entre los representantes de Chile y los delegados peruanos, primera piedra del hermoso edificio de la paz, quizás no encuentre, estimado doctor, en el curso de esta carta, una réplica ordenada a la suya; pero debe Ud. disimular defectos de escuela retórica, teniendo en cuenta que cuando merced a mi sacrificio personal, voy a devolver la tranquilidad a los hogares, dar pan a los huérfanos y redimir a mi patria del yugo enemigo, después de cuatro años. De horribles desastres, lo noble de la empresa me excita y casi me siento grande y generoso.

Castro Saldívar se puso al habla con Novoa, y desde el momento, quedaron de acuerdo, dentro de la más perfecta cordialidad.

El general Iglesias había pedido a José Antonio de Lavalle y José Antonio García y García, desterrados en Chile, su valioso concurso para llegar a la paz.

El primero aceptó y Castro Saldívar solicitó su libertad, junto con la de Andrés Avelino Arambuni, para que le ayuden en sus trabajos en Lima. Novoa accedió y pronto llegaron ambos caballeros a la capital.

Se iniciaron las conferencias entre Novoa, por una parte, y Castro Saldívar y Lavalle, por otra, para continuar las negociaciones, bastante laboriosas, que se encontraban suspendidas por un malentendido que parecía insuperable.

Las bases presentadas por Novoa, remitidas por Santa María y entregadas por aquel en un documento sin firma, dictado por él, para no aparecer directamente, eran:

Primera. Cesión absoluta e incondicional de Tarapacá.

Segunda. Venta de Tacna y Arica en 10 millones de pesos, pagaderos tres al ratificarse el tratado y los siete restantes en dos, cuatro y seis años.

Tercera. Los territorios cedidos y comprados no reconocen deuda del Perú. En cuanto al guano y salitre se dará fiel cumplimiento al contrato celebrado y a los decretos del Supremo Gobierno de Chile dictados sobre la materia.

Cuarto. En orden a las islas de Lobos, Chile debe seguir administrándolas hasta la terminación del contrato de venta del millón de toneladas, y así que el tratado sea ratificado y canjeado, Chile entregará al Perú el 50% líquido que ahora se reserva para sí.

Quinto. Pactos posteriores arreglarán las relaciones comerciales y las indemnizaciones que deben los chilenos.

Tal era la situación a la llegada de Lavalle, que, como se sabe, era un político hábil y de reconocido talento. Se convino en reanudar las conferencias en privado, y una vez aceptadas las bases por Iglesias, Novoa le enviaría una carta particular, anunciándole que reconocería su gobierno si sobre tales bases se firmaba el tratado.

La primera conferencia se celebró en Chorrillos, el 27 de marzo del883.

Tarapacá quedaba descartada de las conversaciones. Respecto a Tacna y Arica, Lavalle encontraba demasiado fuerte la venta; propuso un plebiscito a los diez años de ocupación. Novoa quedó de consultar al Gobierno. Respecto a la deuda peruana, Lavalle pedía que Chile se subrogase al Perú, como deudor. No creía decoroso para su país, burlar a los acreedores.

Como no había acuerdo, Novoa quedó de consultar a Santiago.

La segunda conferencia tuvo lugar el 9 de abril.

Novoa aceptó el plebiscito para Tacna y Arica, después de diez años. Respecto a los acreedores, Lavalle propuso pagar a los acreedores del Perú con el solo del producto del guano hasta la extinción de este abono o de la deuda. Se abandonó la exigencia respecto al salitre.

Lavalle presenta estas nuevas exigencias.

  1. Chile pagaría al Perú 10 millones de pesos después del plebiscito.
  2. Reconocimiento de Iglesias y desocupación de Lima y el Callao.
  3. Novoa suscribiría las bases del tratado con los representantes o con el mismo Iglesias.

No se arribó a resultado alguno. Lavalle y Castro obtuvieron que Novoa consultase a Santiago. Los negociadores quedan molestos por los obstáculos, que parecen insalvables.

La tercera conferencia se celebró el 22 de abril.

Se aceptó el pago de diez millones después del plebiscito, pero con reciprocidad. Respecto a la deuda, el Gobierno seguiría pagando el 50% líquido del guano de los yacimientos conocidos, no de los que se descubriesen después.

En la cuarta conferencia se redactó el protocolo, que se envió a Cajamarca y que Iglesias devolvió firmado, en papel timbrado con las armas del Perú.

Protocolo Preliminar

Yo me comprometo formal y solemnemente a celebrar con la República de Chile un tratado de paz, tan pronto como el ministro plenipotenciario de ese país me reconozca a nombre de su Gobierno como presidente del Perú, bajo las condiciones siguientes:

  1. Cesión en favor de Chile, perpetua e incondicional, del departamento de Tarapacá, esto es, por el norte, hasta la quebrada de Camarones, pasando ese territorio en consecuencia bajo la soberanía absoluta de Chile.
  2. Los territorios de Tacna y Arica, en posesión de Chile, serán sometidos a la legislación y autoridades de Chile, durante diez años, a partir del día que se verifique el tratado de paz.

Expirado este plazo, se convocará un plebiscito que decidirá a voto popular si esos territorios permanecerán bajo la soberanía de Chile o si volverán a la del Perú. Aquel de los dos países a favor del cual quedarán anexados definitivamente, pagará al otro diez millones de pesos moneda chilena de plata o soles peruanos de ley igual a la de aquellos.

Un protocolo especial establecerá la forma bajo la cual deberá tener lugar, el plebiscito y la época en que deberán pagarse los diez millones por el país que quede dueño de Tacna y Arica.

  • El Gobierno de Chile se obliga a cumplir lealmente el contrato celebrado sobre el guano y los decretos sobre guano de 9 de febrero de 1882 y de salitres de 20 de marzo del mismo año, haciendo las siguientes declaraciones: el citado decreto de 9 de febrero de 1882, ordena la venta de un millón de toneladas de guano y el artículo 13 establece el precio meta del guano, deducidos los gastos de estación, ensayes, pesada, carguío, sueldo de empleados que deben vigilar esas diversas operaciones y todos los gastos ocasionados hasta que la materia esté a bordo de ensacada y puesta a bordo del buque cargador, se distribuirá por iguales partes entre el Gobierno de Chile y los acreedores del Gobierno del Perú; dichos títulos quedan garantizados por esas sustancia.

El Gobierno de Chile declara además que, terminada la venta del millón de toneladas entregará al Gobierno del Perú del producto neto, según lo establece el artículo 13, hasta que la deuda quede extinguida o se agoten los yacimientos de guano.

Es entendido que sólo se trata de los yacimientos que actualmente están en explotación, pues aquellos que pudieran descubrirse más tarde en los territorios anexados, pertenecerán exclusivamente a Chile, conservando éste para sí todos los productos y disponiendo de ellos como le convenga.

Es igualmente entendido que los acreedores del Perú a quienes se concede este beneficio, se someterán a las reglas fijadas en el decreto de 9 de febrero. Fuera de las declaraciones consignadas en este artículo, Chile no reconoce ni por motivo de guerra, ni por algún otro motivo, ninguna deuda del Perú, cualquiera que sea su naturaleza.

  • Las islas de Lobos del norte continuarán siendo administradas por Chile hasta la conclusión del contrato de venta de un millón de toneladas de guano, cuando sean restituidas al Perú.

Chile, quien corresponde el 50% del producto neto del guano de las islas de Lobos, en conformidad con el decreto de 9 de febrero ya citado, lo cede al Perú y comenzará a satisfacerlo a este desde el momento en que sea ratificado el presente Tratado.

  • La cuestión referente a las nuevas relaciones comerciales y las indemnizaciones debidas a los chilenos, serán discutidas y resueltas posteriormente.

Miguel Iglesias

Los señores Lavalle y Castro Saldívar enviaron copia de él a Novoa, solicitando su contestación acerca de si esas condiciones eran las convenidas y si Novoa las acepta para la conclusión de un tratado de paz. El plenipotenciario de Chile contestó:

El resultado de nuestras amigables conferencias ha sido la aceptación de que hablan Uds. en su carta.

Si el señor general Iglesias constituye un gobierno que sea reconocido por Chile y acepta las condiciones mencionadas en el presente documento, comprometiéndose a concluir el tratado bajo estas bases, yo no tendré dificultad alguna como ministro de Chile y a nombre de mi Gobierno, para firmar el tratado que contenga esas condiciones.


[1] Nota del editor. Francisco Machuca fue un destacado miembro de la masonería chilena. Integró la logia Luz y Esperanza Nº 11 de La Serena en 1876. En Santiago se afilió a la logia Justicia y Libertad Nº 5. En 1896, fue uno de los creadores de la logia Aurora de Italia con el cargo de primer vigilante. Dirigió la revista masónica La Cadena de la Unión (1895-1896). Fuente: Archivo Masónico Nº 15, julio de 2008, pp. 24-25.