Ocupación de Arequipa y combate de Pachía

Editado por Rafael González Amaral 

Nota: Este texto corresponde al tomo IV, capítulo XLII de la obra “Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico” original de Francisco Machuca y reeditada por la Academia de Historia Militar. Esta reproducción está autorizada por el editor para este sitio web y solo para fines educativos.

Un profundo silencio reina en el pueblo y cuesta de Huasacachi al anochecer del 22 de octubre.

Los fuegos del campamento chileno se apagaron a las 8 pm; media hora después, el toque de silencio retiñe de quebrada en quebrada por la fragosa sierra, que, desprendida del macizo andino corre al oeste hasta morir de golpe en el valle del río Tambo.

Apenas obscureció, doscientas sombras se dibujaron ascendiendo por una pendiente, a cuatro kilómetros al oeste del campamento, entrecortada por peñascos derrumbados en los deshielos o grietas niveladas por cenizas volcánicas arrastradas por los vientos de la cordillera y en las cuales se entierran los individuos hasta la cintura. Estas sombras se detienen a las dos horas de marcha sobre una borrosa vereda que señala un guía del país. Son dos compañías del batallón Ángeles, a cuya cabeza marcha el mayor Silva Arriagada, segundo jefe del cuerpo.

A las diez de la noche siguen por la misma ladera, el coronel Vicente Ruiz, con el Santiago, el Rengo, con su comandante Gabriel Álamos; y el Carampangue, con su jefe el teniente coronel Demetrio Guerrero.

La tropa en fila india camina por la huella del Ángeles, en demanda de la cima de Quequegana, altura dominante de la pampa de Huasacachi, cinco kilómetros al poniente de la cuesta de este nombre.

A las 3 am emprendió marcha el Batallón 4º de línea, comandante Luis Solo de Zaldívar, por el camino real que une el pueblo de Huasacachi con Puquina, a través de la célebre cuesta tan temida de los viajeros por su interminable y áspera pendiente; son treinta y seis kilómetros de perpetua subida, en zigzags de ángulos agudos. Tras el 4º marcha el resto del Ángeles con su comandante José Manuel Borgoño; sigue la batería del capitán Eduardo Fernández, con sus piezas Krupp de montaña; y en pos la caballería a cargo del comandante Rafael Vargas, compuesta de un escuadrón a caballo, teniente coronel Alberto Novoa Gormaz, el escuadrón Las Heras, mayor Duberlí Oyarzún, y el escuadrón General Cruz, mayor Nicolás Gacitúa.

Seguía el parque, comandante Francisco Bascuñán Álvarez; la ambulancia, doctor Marcial Guzmán; y agregado, mientas se requieran sus servicios, el capellán Desiderio Vásquez.

Esa noche entraba a Moromoro la punta de vanguardia de la II División, escalonada por 445 batallones, comandada por el coronel Del Canto. Nada turbaba la tranquilidad de la noche, obscura, bochornosa, con la atmósfera encapotada de negros nubarrones, sin la más ligera brisa que refrescara la tierra caldeada por la alta temperatura del día.

El coronel Ruiz desplegó toda su energía para alcanzar la cumbre; sus soldados ya ruedan por cortaduras casi a pique, destrozándose las manos en las aristas de las rocas; ya se entierran hasta la rodilla en la arena suelta de las grietas, los cactus y otros arbustos bravos clavan sus espinas en esa cinta humana que asciende en silencio. Solamente se sentía el fatigado resoplido del pecho, hostigado por la puna. Moromoro se encuentra a 3332 metros sobre el mar, y Huasacachi   a 3500. La cumbre del Misti alcanza los 6600 metros.

Hasta medianoche se avanzó la mitad la mitad del camino; quedaba la otra mitad, la parte más derecha y encumbrada. La tropa, jadeante, se tiraba al suelo, faltos de aire en los pulmones. Los oficiales les ayudaban, les proporcionaban agua, para provocar la reacción.

Como a las dos de la mañana una tenue claridad se dibuja por el lado de Los Andes. La luna menguante anuncia su próxima aparición en la más intempestiva de las circunstancias; el cielo de Arequipa. Diáfano y puro da a nuestro satélite un argentino resplandor que denunciará seguramente la presencia de los asaltantes.

Había que arrastrarse ligero y ganar la carrera a la luna, pues no puede capearse la luz corriéndose a la izquierda, por impedirlo un despeñadero negro y profundo.

Se corre la palabra de avanzar en cuatro pies; la negra hilera se deslizaba a gatas. Nadie se preocupa de las dificultades; si las avanzadas enemigas se percatasen del movimiento y dieran la voz de alarma, en cinco minutos acabarían con la punta de vanguardia.

La luna se presentó; avanzaba al cenit, parecía más grande, más brillante. Son las tres de la mañana y faltaba aún terreno que recorrer.

Los oficiales pidieron a la gente el último esfuerzo; la cima estaba cercana; los más ágiles nadaban sobre la arena. Las fuerzas se agotan; se respira un momento y de nuevo adelante.

Por fin, se llegó a una lomita movediza; por encima, se percibía una luz a la derecha.

El coronel hizo correr la palabra; mucho cuidado, se ven los campamentos contrarios. Se acaba el cansancio al divisar el enemigo. El que llegaba hacía un montón de arena para cubrirse y se recreaba al ver una fogata cuya luz oscila con el aire matinal.

El coronel envió al capitán Heraclio Gómez Herreros, con ocho soldados, sin fusil, puñal en mano a interponerse entre la luz y los campamentos enemigos y capturar la posta, imposibilitando a los escuchas de dar la alarma.

El grupo se deslizó por hendiduras y morrillos de arena; tres soldados peruanos rodeaban el fuego; al sentir pasos por la espalda, los individuos sorprendidos saltaron y corrieron como ánimas a una quebrada en dirección contraria a sus campamentos. El piquete volvió con tres fusiles Remington flamantes y tres cananas con cien tiros.

El coronel Ruiz contaba ya con unos 3oo hombres del Ángeles, y el Santiago; su número aumentaba momento a momento.

Eran las 4:3o de la mañana; la aurora teñía los nevados picos andinos; la tropa, formada y lista saluda el sol del 23 que venía a alumbrar un nuevo día de gloria para nuestras armas.

No tardó el enemigo en descubrir la presencia de una guerrilla chilena sobre el dorso del cerro Quequegana, dominando el Apacheta, el camino de Huasacachi a Puquina y toda la planicie circunvecina.

Combate de Huasacachi

Se tocó generala; formaron las tropas. Se desplegaron algunas compañías hacia el punto amagado.

El coronel Ruiz hizo descender al Ángeles del Quequeguana a la Apacheta y con el Santiago ocupó aquella altura dominante.

El enemigo rompe un fuego ineficaz de fusil a dos mil metros de distancia y luego tocó retirada hacia el oriente a las trincheras de la cabeza de la cuesta de Huasacachi.

El coronel Ruiz permaneció impasible. Tenía orden de atacar cuando rompiese los fuegos Solo de Zaldívar por el camino, y además no juzga prudente aventurarse contra fuerzas de las tres armas, cuyos efectivos desconoce, aunque ya tiene bajo su mano casi toda su infantería y dos piezas que los artilleros habían subido a pulso desherrando las mulas para hacerlas escalar la pendiente.

Esperaba a pie firme el ataque del enemigo, que juzgaba inminente.

El coronel Godínez presenció el reconocimiento chileno llevado sobre la cuesta el día anterior, en unión del general Canevaro, comandante en jefe del ejército.

De acuerdo sobre la importancia de la posición, que juzgan inexpugnable, el general promete enviarle fuertes refuerzos en la misma tarde y cuantas tropas pueda sacar de Arequipa al día siguiente.

El coronel Godínez, mientras le llegaban las tropas prometidas, distribuyó sus efectivos en la cima. Colocó en los atrincheramientos de la cabeza de la cuesta al batallón Grau con cuatro piezas de artillería Krupp y medio escuadrón del Húsares de Junín.

A dos kilómetros a la derecha colocó al Constitución con dos piezas Krupp y la otra mitad del escuadrón del Húsares, con orden estricta de vigilar este flanco, y con el anuncio de que en la noche iba a ser reforzado.

El general Canevaro avisó al coronel Godínez desde Puquina, que tendría al Bolognesi en la mañana del 23. En cambio, avanzaría en la noche a reforzar al Grau, el Ayacucho, desde Jamata, y dos cuerpos destacados en Pocsi.

Así ocurrió; el Bolognesi se incorporó al Constitución en la mañana del 23. Al sentir fuego por la derecha, el coronel Godínez, con el jefe de la I División, coronel Nicanor Ruiz de Somocurcio, corrieron a inquirir lo que ocurría en ese flanco. Al salvar unas colinas, encontraron al Constitución, el Bolognesi, la artillería y la caballería en plena retirada. Sus jefes le anunciaron que el enemigo apareció por la Apacheta y que se había apoderado de las alturas, dominaba el camino real y por él se dirigía a Puquina. Distante seis leguas.

En estas circunstancias, el coronel German Llosa, comandante del Grau, le comunicó que una fuerte división chilena de las tres armas subía la cuesta y se encontraba a medio camino.

Godínez se sintió simultáneamente amenazado por el frente y flanco y en peligro de ser copado en Puquina. Ordenó inmediatamente retirada general y concentración en Pocsi; envió al coronel Santiago Contreras a comunicar al general en jefe la nueva situación creada con la pérdida de la cuesta de Huasacachi y las medidas tomadas al efecto.

Obró con plausible actividad, disponiendo la retirada al frente del enemigo, operación bélica delicada y peligrosa. Mandó que el batallón de línea Arequipa el de Guardia Nacional Pocsi permanecieran en el pueblo de este nombre; que el Ayacucho, salido de Jamata a Huasacachi, retrograde a Pocsi; que marchen por esta misma ruta el Grau, la artillería, el Bolognesi y el Constitución. Cerraba la columna el escuadrón Húsares de Junín.

Iniciado el movimiento de estos cuerpos, hizo detener en Puquina y Chacaguay las unidades salidas de Arequipa, para cubrir en estas fuertes posiciones el camino a la capital. Godínez eligió como campo de batalla el sector Puquina-Chacaguay-Pocsi.

Por su parte, el coronel Ruiz, una vez consumada la retirada enemiga, convergió a la derecha y se adueñó de las posiciones que antes había ocupado el batallón Grau. Enarbolada la bandera chilena en la cima de la cuesta, la división Amunátegui prorrumpió en alegres vivas, aceleró la marcha a pesar del soroche y alcanzó la cumbre.

El coronel Velásquez dio descanso a la tropa y dispuso la persecución para impedir la concentración del enemigo.

Por las listas de revista encontradas en las carpas, el comando chileno se impuso de las fuerzas enemigas que tiene al frente, compuestas de cinco batallones de infantería de seis compañías, con efectivo de 72 hombres por compañía, lo que da un promedio de 450 plazas por cuerpo, con un total de 225o hombres. Asignando 25o hombres a la brigada de artillería y al escuadrón de Húsares, el coronel Godínez contaba con unos 2500 combatientes, fuerzas más que suficientes para haber arrollado al coronel Ruiz y despedazar a Amunátegui en la subida de la cuesta.

Velásquez envió a las 11 am al comandante Vargas con 150 jinetes a picar la retaguardia, por el camino real Jamata-Pocsi; y con piquete de descubierta, seguido de la división Ruiz, siguió rectamente por el camino de Huasacachi a Puquina, a ocupar el valle de este nombre, abundante en agua, víveres, verduras y forraje.

A las 6 pm entró al pueblo, abandonado por el enemigo. Encontró al gobernador y al cura, que le hicieron entrega de la plaza, en donde el coronel Ruiz se proveyó de víveres y agua. Después retrogradó a las alturas del sur, porque el enemigo, dueño de las del norte, dominaba desde ellas la población y el valle.

Los contendores durmieron sobre las armas, separados por nuestra caballería. Las llamaradas del volcán Ubinas, en plena actividad por el oriente, aumentó la claridad de la apacible noche, permitiendo a nuestros jinetes acercarse y tirotearse con la gran guardia de la línea peruana.

Al amanecer, comunicaron las descubiertas de caballería que el enemigo levanta el campo y emprendía la retirada con apresuramiento, a la vista del comandante Vargas que observaba sus movimientos.

Ruiz descendió al valle; en breve llegó Amunátegui a tomar un merecido descanso. Vargas avisó la evacuación de Chacaguay, que Velásquez hizo ocupar inmediatamente con el Carampangue, que dominaba desde ahí el camino real de Pocsi a Arequipa por Characato y Sabandia.

Velásquez descansó el 24; el 25 avanzó con la división Ruiz a Chacaguay, en tanto la división Del Canto: vivaqueó en Huasacachi.

La situación se aclaraba; la caída de Arequipa quedaba decretada. En tales circunstancias, comunicaciones de Tacna imponen al comando el desagrado de La Moneda por no tenerla día a día al corriente de las operaciones, pues el señor Santa María gusta coordinar los planes y disponer los movimientos desde el gabinete presidencial.

Velásquez se preocupaba del éxito de la expedición; comunicaba de tiempo en tiempo los hechos capitales, como la concentración de las tropas en Moquegua, la toma de Huasacachi y la ocupación de Puquina y Chacaguay.

El intendente Soffia le comunicó el envío del 8º de Línea y la Artillería de Marina al valle de Ilo, como refuerzos de la división; Velásquez dispuso que resguardasen la línea de comunicaciones y que los piquetes empleados en este servicio se unieran a sus respectivos cuerpos en la vanguardia.

Había aún algo más; el Gobierno había nombrado jefe de Estado Mayor General al coronel Alejandro Gorostiaga y era secreto a voces que el vencedor de Huamachuco venía a reemplazar al actual jefe de la expedición, caído en desgracia.

***

La ciudad de Arequipa entró en ebullición a la noticia del avance de los chilenos.

S. E. el vicepresidente Montero y el comandante en jefe, general Canevaro, lanzaron fogosas proclamas impregnadas de fuego patriótico. La ciudad se aprestó para una vigorosa defensa; tenía elementos de sobra; seis cañones de marina de retrocarga calibre de 150 de 115 y de 70 libras, emplazados en la estación del ferrocarril y otros lugares prominentes que batían los caminos de acceso por el sur; treinta y cuatro cañones y seis ametralladoras formaban la artillería volante.

A la noticia de la pérdida de Huasacachi, el almirante, el ministro de la Guerra y el general en jefe se trasladaron a Pocsi, a conferenciar con el coronel Godínez respecto a la nueva situación estratégica.

Después de un estudio en el campo de acción, se resolvió la retirada sobre la plaza de Puno, la disolución de la guardia nacional y su desarme para evitar trastornos una vez evacuada la ciudad de Arequipa por las fuerzas de línea.

Se acordó mantener en secreto esta resolución, para evitar disturbios. El Gobierno regresó a Palacio, dejando orden a Godínez de replegarse sobre la capital al día subsiguiente.

El 24 se reunió la Municipalidad justamente alarmada por la noticia de que el Gobierno ha resuelto defenderse en la población. Temerosa por la suerte de las familias, ante el peligro de un bombardeo o de un asalto, nombró una comisión para suplicar a S. E., que evite a la ciudad los horrores de la guerra, llevando las operaciones a un teatro distante.

Montero contestó con arrogancia, que la defensa se haría donde lo exigieran las circunstancias, en la ciudad, en su mismo palacio, si era necesario. La noticia se esparció, llevando el espanto a los hogares.

El 25, a la 1 pm, las campanas de la Catedral y de la iglesia de la Compañía tocaron a rebato[1]. El pueblo se congregó en la plaza, presa de gran excitación. El almirante anunció que el ejército chileno, fuerte de 16 mil plazas, con magnífico armamento y equipo, avanzaba sobre la ciudad; que no es posible resistir en la plaza, exponiéndola a los peligros de una gran catástrofe.

El ejército de línea se retiró a Puno.

El teniente alcalde Diego Butrón y el concejal Suárez, se dirigieron a la prefectura, para tomar algunas medidas de seguridad.

Turbas de exaltados recorrían las calles. A los gritos de guerra a los chilenos y mueren los traidores, maleantes y descamisados se unieron a los manifestantes, provocando desórdenes.

A las 3 pm se anunció que varios trenes se alistaban en la estación para conducir a las autoridades a Puno; que se van a desarmar la guardia nacional y que los traidores pacifistas entregarían la capital al enemigo.

Al extenderse la noticia de que los dirigentes trataban de evadirse, estalló la indignación. El coronel Luis Llosa disolvió el Batallón Nº 7 de la Guardia Nacional pero los soldados, al saber el desarme, tomaron de nuevo los fusiles y salieron a la calle disparando tiros, en espantosa confusión.

Otros dos batallones se dirigieron a la estación; rompieron puertas y ventanas y atacaron la casa del superintendente y la registran para extraer al almirante que se decía estaba ahí. Destruyeron los elementos de locomoción que encontraron a mano; asesinaron al pagador de la comisaría y a un inocente jardinero de la compañía.

La sublevación se extendió a los batallones Nº 1, 9, 10 y 11; la tropa armada se adueñó de las calles y con desaforados gritos pedían la cabeza de Montero y combatir a los chilenos. El almirante trató de reducir el movimiento por medios pacíficos. Al efecto, acompañado del ministro de la Guerra, del general Canevaro, del jefe de Estado Mayor, coronel Belisario Suárez, del capitán de navío Villavicencio, sus edecanes y los coroneles Francisco Márquez, Manuel Antonio Carrasco, comandante Gelabert, capitán de fragata Garezón, mayor Velasco y otros jefes, se dirigió a los puntos ocupados por los revoltosos.

Le acompañaba el Escuadrón Escolta, comandado por el coronel Simón. Atravesaron la ciudad en medio de visibles demostraciones de hostilidad y al salir de la calle del Puente, parte del Batallón Nº 2 lo recibió a balazos.

Cargó la Escolta y se restableció el orden. Se dirige después a Santa Marta y la Pampa, foco de la revuelta- Los vecinos le aconsejan que no vaya, pues en la chusma hay bastante gente ebria.

El Batallón Nº 4, formado en una y otra acera de la calle de Grau gritaba: ¡Queremos la cabeza del traidor! Más allá se encontraba el Nº 9; una compañía le cerraba el paso. Mientras el almirante les arengaba, un soldado se adelantó y dispara su rifle a boca de jarro; por fortuna solo perforó el quepis de S. E.

Siguió un tiroteo general ante lo cual el coronel Soyer cargó con el Escuadrón Escolta y consiguió cubrir la retirada de la comitiva, que deja en el campo el cadáver del mayor Eleodoro Velasco.

Varios otros jefes resultaron heridos, felizmente no de gravedad. Montero volvió a palacio, en tanto los revoltosos quedaron dueños de la plaza.

A las 7 pm entró el coronel Godínez a la cabeza del ejército de Línea; tranquilo y ordenado se dirige a sus antiguos cuartele, sin que se efectuara demostración subversiva de ningún género.

La noche trascurrió sin novedad.

A las 7 am del 26, se reunió la Municipalidad, con numerosa barra de personas notables. El alcalde, después de lamentar el asesinato del teniente alcalde Butrón, ocurrido en la noche pasada, acusado de pacifista, propuso una serie de acuerdos. En otros, nombrar una comisión, que unida a otra del Cuerpo Consular, se acerque al coronel Velásquez y le comunique, que la ciudad se entrega a discreción.

A las 8 am partió la comisión al encuentro del coronel Velásquez. Al esparcirse la noticia, los cuerpos de Línea dejaron el armamento, abandonaron los cuarteles y se dirigieron a sus hogares, sin cometer excesos de gravedad, en circunstancias tan anormales.

En la media noche, el almirante había reiterado la orden de repliegue sobre Puno; los principales jefes, en la imposibilidad de acatarla por falta de elementos y encontrarse la tropa sin rancho durante 48 horas, ofrecieron la jefatura suprema al general Canevaro, que se negó a aceptarla.

Viendo todo perdido, el almirante abandonó a Arequipa por el antiguo camino de herradura, dirigiéndose a Puno, por la vía de Chiguata. Llegado a la estación de Santa Lucia, pidió un tren expreso al prefecto de Puno; pero el señor Miró Quezada le aconsejó que no pasara por Puno, dada la excitación en la ciudad. El almirante tomó en Santa Lucia el vapor Yavari y se dirigió a La Paz, vía Chililaya.

Al día siguiente continuó viaje a Europa, a través de la Argentina, después de traspasar el mando supremo al 2º vicepresidente, general Cáceres, por decreto expedido a bordo del Yavarí.

La comisión encargada de avistarse con el coronel Velásquez, se dirigió a Pocsi; el decano del Cuerpo Consular envió una nota al coronel Velásquez anunciándole que la Municipalidad le ha comisionado para comunicarle la rendición incondicional de la ciudad y la carencia de autoridades.

Al amanecer del 29, la vanguardia se puso en movimiento, tomó desayuno en Pocsi, población desierta y continuó marcha a Mollevaye, cuyos ranchos ostentaban banderas blancas en profusión. Hombres, mujeres y niños salieron a recibir a los expedicionarios, ofreciéndoles jarras de chicha, carne, pan y especialmente ramos de flores en señal de regocijo por su llegada, pues las autoridades habían ordenado a los pueblos del tránsito recibir con cariño a las tropas que traían la paz.

Se establecieron las más francas relaciones entre los campesinos y los soldados, que se dejaban querer y pasaron con las nuevas amistades unas horas de jolgorio.

La marcha triunfal continuó por Sabandía, pueblo arruinado por el terremoto ocurrido el 1 de octubre. A las 6 pm la tropa acampó en Paucarpata, villa de unas 3000 almas, en donde los jefes pusieron término a las demostraciones populares, pues los cuerpos se preparaban para entrar a Arequipa, a donde los había precedido un escuadrón de caballería que regresó a esperar a la división en las afueras de la ciudad, ante la actitud agresiva del populacho.

Mientras tanto, el coronel Velásquez se reunía con la comisión designada para la entrega de la ciudad a las doce del día, en la sala en que años antes se había firmado el tratado chileno-peruano entre el almirante Blanco Encalada y el general Santa Cruz.

Inmediatamente se procedió a la firma de la siguiente acta:

ACTA

En Paucarpata, a 29 de octubre de 1883, estando presente el coronel José Velásquez, comandante en jefe del ejército chileno que expediciona a Arequipa; Adolfo Silva Vergara, coronel jefe de Estado Mayor y Bernardo Salinas Letelier, auditor de guerra, nombrado secretario para este acto; y los señores Enrique Gibson, decano del Cuerpo Consular y cónsul de la República Argentina; Alejandro Hartley, vicecónsul de S. M. y cónsul de los Estados Unidos, Federico Emmel, encargado del Consulado de los Países Bajos; Arnaldo de la Fuente, alcalde y representante de la Ilustre Municipalidad de Arequipa; José Santos Delgado, Albino Zevallos y Francisco de Rivero, miembros municipales, y como notable el señor José Antonio Vivanco.

El alcalde, en representación del pueblo de Arequipa, los demás miembros de la Municipalidad y notables expusieron: que las jornadas del ejército chileno en los días 22 y 23 del presente, le dio las posiciones peruanas de la cima de Huasacachi y el campamento de puquina, produciendo el desaliento en el ejército que tenía el vicepresidente Montero; que a causa de la retirada del ejército y del abandono del Gobierno, el pueblo de Arequipa se vio en la necesidad de reorganizar sus autoridades provisionalmente, adhiriéndose a la causa de la paz, por creer imposible toda resistencia.

El alcalde se ha visto en la precisión de tomar el gobierno de la ciudad de Arequipa y junto con sus colegas de la Municipalidad y notables, pone la ciudad de Arequipa a disposición del comandante en jefe del ejército chileno, esperando que en sus procedimientos se ciña a las prescripciones del Derecho de Gentes, ofreciendo todo género de garantías del honor e intereses de los ciudadanos.

El comandante en jefe del ejército chileno declaró que el ejército bajo sus órdenes observaría en Arequipa, en vista de su noble actitud de completo orden y elevado espíritu, la misma conducta observada en otras ciudades ocupadas por fuerzas chilenas, ajustándose siempre en sus actos a las prescripciones del Derecho de Gentes.

En esta virtud, la ciudad de Arequipa le fue entregada, y para constancia firmaron los señores que forman cabeza de esta Acta, extendiendo la presente por duplicado.

Firman: J. Velásquez, Adolfo Silva, A.  de la Fuente, Enrique Gibson, Cónsul argentino y Decano del Cuerpo Consular, Alejandro Hartley, Vicecónsul de S. M. B. y Agente Consular de los Estados Unidos; Federico Emmel, encargado del Consulado de los Países Bajos, José Santo Delgado, Francisco de Rivero, R. A. Zevallos.

A las 5 pm regresó la comisión y dio lectura a la Municipalidad, reunida en sesión permanente, del acta labrada, que ponía en posesión del ejército de Chile el Departamento de Arequipa y su capital; y anuncia, que el jefe de las fuerzas y su vanguardia entrarían en pocas horas más.

En efecto, a las 8 pm se efectuó la entrada, a la escasa luz de los faroles de parafina; los cuerpos, formados en filas de a dos, abarcan bastante extensión, para aumentar su número

Numeroso gentío llenó las aceras; las familias contemplan el desfile desde las ventanas; las tropas avanzaban a los acordes de marchas guerreras, guardando el silencio y con la compostura de costumbre.

Se tocó alto en la plaza; la caballería, el Rengo, Ángeles. y Carampangue se dirigieron a los cuarteles, designados por la Alcaldía; el Santiago, el Cuartel General y el Estado Mayor ocuparon el Palacio de Gobierno. El coronel Velásquez despachó en la sala del almirante Montero, adornada con el retrato de cuerpo entero del almirante Grau, que lucía el siguiente mote:

Quiso darle a su patria una victoria, y Dios, por darle más, le dio la gloria.

El 31 a las 9 pm llegó parte de la división del coronel Del Canto, compuesta del 2º y 4º de Línea, el Curicó y el Lautaro; y el 2 de noviembre el resto, es decir, los batallones Coquimbo y Aconcagua.

 La bandera de Chile flameaba en el último baluarte del Perú.

***

Lamentablemente, todavía quedaba una acción postrera de la guerra que todos ya consideraban concluida.

Combate Pachía[2]

El 11 de noviembre de 1883, nuestros soldados escribieron una postrera página de heroísmo en el pequeño villorio de Pachía, ubicado a orillas del río Caplina, 17 km al noreste de la ciudad de Tacna.

Al mismo tiempo que el jefe político de Tacna Manuel Soffia, tomaba a su cargo los preparativos de la división que marcharía hacia Arequipa separaba algunas fracciones de cada cuerpo para que permanecieran en resguardo de Tacna y pueblos del interior. Estas fracciones no sumaban más de 400 hombres ya que no se consideró necesario dejar más soldados porque tanto en Tacna como en las demás localidades vecinas reinaba la mayor tranquilidad, desde el 8 de agosto, fecha en que el montonero Pacheco Céspedes había sido derrotado y deshecho en Mirabe.

Sin embargo, este guerrillero, alentado por el ejército peruano que operaba en Arequipa, había comenzado a reclutar gente, con personal de línea e indios de la región de manera que cuando la división de Tacna partió para Arequipa Pacheco Céspedes tenía ya organizado un cuerpo de unos 4oo hombres bien equipados y provistos de toda clase de elementos de combate.

El 29 de octubre, el coronel Velásquez ocupó la ciudad de Arequipa y sabedor de las intenciones del montonero y en atención a las pocas fuerzas que habían quedado guarneciendo Tacna había ordenado el 1° de noviembre que el batallón Ángeles fuera embarcado en Mollendo para regresar a reforzar dicha ciudad.

Mientras tanto, el jefe de las fuerzas de Tacna había distribuido en los pueblos del interior algunos pequeños destacamentos ya sea para la seguridad interna de aquellos puntos o en previsión de cualquier asalto de las guerrillas enemigas.

Pachía, el lugar estratégico de otros tiempos para mantener un cantón militar por ser un punto intermedio entre Tacna y las regiones montañosas del interior era señalado nuevamente para enviar allí al destacamento más importante se organizó una agrupación de infantería reforzada con algunos soldados de caballería.

De los restos del batallón Ángeles se sacaron 143 hombres, comandados por el capitán Matías López, viejo militar, que había hecho la campaña contra la Confederación Perú-boliviana y se había encontrado en la acción del puente de Buin. De la pequeña fracción que restaba del escuadrón Las Heras se extrajeron nueve jinetes y un trompeta a las órdenes del alférez Stange.

En Pachía el destacamento estableció su cuartel en la calle principal, cerca de la iglesia; se designó una casa para el alojamiento de la tropa, con un departamento anexo para guardar la munición y a cierta distancia, otra vivienda para los soldados de caballería que poseía un corralón al fondo para el ganado.

Entre tanto, el guerrillero Pacheco Céspedes avanzando presurosamente hacia Tacna, hizo su entrada a Tarata con sus 400 hombres de los cuales 200 iban montados. Luego, alrededor de las 22:30 del 10 de noviembre, noche de espesa camanchaca, alcanzaba con todo sigilo, las inmediaciones de Tacna.

Ubicado cerca del cementerio se disfrazó de campesino y dirigiéndose a caballo, ingresó a la ciudad para obtener las últimas informaciones. Al entablar conversación con uno de los guardianes, quien le manifestó que además de la tropa acantonada en Tacna existía un pequeño destacamento en Pachía y que esa misma noche llegarle desde Arequipa el batallón Ángeles porque se decía que Pacheco Céspedes se había vuelto a levantar.

Después de averiguar el domicilio del jefe político, Pacheco Céspedes invitó hábilmente el guardián para ver unas cargas de importancia que traía agregando que él no se atrevía a entregarlas porque también tenía mala idea del montonero, invitación que el otro aceptó gustoso. Tomando una falsa dirección y dando varias vueltas para desorientarlo, llegaron ambos al lugar donde esperaban los montoneros, quedando el incauto prisionero.

Pacheco, temeroso de asaltar una ciudad en vista de las noticias de la llegada del Ángeles, se conformó con tomar preso al jefe político Manuel Soffia. Felizmente no lo encontró pues, llamado por el Gobierno, se había dirigido a Arica para embarcarse hacia el sur. Había sido nombrado en su reemplazo el coronel Gregorio Urrutia.

Fracasado su plan, Pacheco se dirigió con sus montoneros a atacar al destacamento de Pachía. En tanto, el batallón Ángeles había arribado a Arica en la tarde de aquel día y al día siguiente, emprendería viaje hacia Tacna.

A las 4 de la mañana del 11 de noviembre, el audaz guerrillero alcanzaba las cercanías del pueblo y se preparó para el asalto. Se adelantó el mismo a practicar un reconocimiento y luego regresó a disponer su plan de ataque.

Dio a su tropa la siguiente distribución: 150 hombres atacarían por el poniente, 100 hombres por el norte y 150 por el sur. El objetivo era caer sobre el cuartel chileno y sorprender a la tropa en su alojamiento, rodear el edificio y no dar tiempo a los sitiados para tomar las armas y defenderse.

Esa mañana, a causa de los distintos servicios del destacamento solamente se hallaban en el cuartel 74 infantes y 8 soldados de caballería y, a la hora en que Pacheco Céspedes entraba a la ciudad, la tropa se ocupaba en sus quehaceres cotidianos: mientras unos aseaban su armamento, otros hacían su aseo personal, de manera que el guerrillero los encontró enteramente desprevenidos.

Rodeado el edificio a favor de la obscura camanchaca, dejando libre solo la puerta principal, la que estaba resguardada por el centinela que no alcanzó a advertir el peligro, el enemigo abrió simultáneamente el fuego por todos los costados. Los oficiales chilenos que felizmente en la mañana de ese día domingo se encontraban en el cuartel para revistar la tropa que poco más tarde asistiría a misa pudieron tomar en el acto el mando de su gente.

La situación para los sitiadas no podía ser más crítica. Para defenderse necesitaban pasar a la sala de municiones y a la salida serían necesariamente batidos. El capitán López vio la necesidad del empleo de su caballería corrió hacia la calle y le gritó el alférez Stange: «Cargue con sus soldados mientras preparo a mi gente». El interpelado no necesitó que le repitieran la orden ensillados los corceles, desenvainados les sables, lanzó a su exigua hueste en frenética carga. En los primeros momentos, tres de sus hombres y dos caballos fueron muertos. El capitán López en su salida a la calle, había sido herido en un pie.

Sable en mano con sus cinco jinetes, Stange continuó su carga heroica contra el punto más amagado, el costado oeste. La paralogización del enemigo fue inmensa dando sablazos en todas direcciones, el valiente alférez despejó en pocos instantes el terreno hacia el sur de la iglesia permitiendo así que los soldados de infantería pudieran entrar el depósito vecino a proveerse de municiones.

En desenfrenada carrera y haciendo un rodeo por detrás del cuartel, continuó su carga hasta dar la vuelta para llegar a la puerta principal. Stange había recibido un balazo en un hombro y había perdido otros dos de sus soldados.

Asimismo, al trompeta se le había desbocado su caballo y en veloz carrera, se dirigía hacia Tacna.

Mientras el enemigo parapetado detrás de las tapias y construcciones vecinas continuaba el nutrido fuego, Stange con su caballo atropellaba a unos y descargaba en otros el filo de su sable. Una granizada de balas hirió mortalmente a sus dos últimos soldados y destrozó completamente su antebrazo izquierdo. Stange, trató de sostener con los dientes las bridas de su caballo y con su sable en alto siguió incontenible hasta que nuevos proyectiles le hicieron caer moribundo en tierra,

El sacrificio de la exigua caballería estaba consumado, pero no había sido en vano. Los infantes pudieron salir del cuartel y aprovisionarse rápidamente de municiones y convenientemente parapetados ofrecieron tenaz resistencia.

Al cabo de dos horas de duro batallar, el enemigo empezó a retirarse al tener conocimiento de la llegada de refuerzos.

La noticia del combate había llegado a Tacna por el trompeta del Las Heras a quien en los primeros momentos del combate se le había desbocado su cabalgadura y que afortunadamente no había sido alcanzado por las balas.  Inmediatamente se había designado al sargento mayor Francisco Subercaseaux para que con 150 infantes montados y la mayor parte del escuadrón Las Heras acudiesen en auxilio de la guarnición de Pachía. El jefe chileno arribó a su destino pasadas las diez de aquel día e impuesto de lo ocurrido, partió en persecución del enemigo.

Este había dejado en el campo de combate 40 muertos y 24 heridos. Entre los primeros, el sargento mayor Juan Herreros y dos oficiales.

Por nuestra parte hubo 18 muertos y 23 heridos entre los primeros el alférez Stange y entre los segundos el jefe de la guarnición, capitán López.

El mismo día del glorioso combate, llegaba a Pachía el coronel Gregorio Urrutia, quien dispuso la sepultación de los cadáveres en el cementerio del lugar, menos el de Stange que luego de unas honras fúnebres en la iglesia de San Ramón de Tacna fue inhumado en el cementerio de la ciudad con los honores correspondientes.

El heroico alférez Stange con su ejemplo y con su sangre les agregaba un nuevo y postrer laurel a los miles conquistados por nuestros soldados. Era el último oficial chileno que ofrendaba su joven vida por la honra de su Patria y de su bandera.

Ocupación de Tarata

A mediodía de ese homérico 11 de noviembre el sargento mayor Subercaseaux iniciaba la persecución de Pacheco Céspedes y de sus huestes. Se designó una descubierta al mando del alférez del escuadrón Las Heras Agustín Espinoza, quien alcanzó muy pronto a los últimos fugitivos los que fueron aniquilados bajo los fieras sables de nuestra caballería.

A las 16 horas el destacamento chileno alcanzaba Palca, donde se impuso que el enemigo se habla parapetado en un desfiladero de las alturas. No tardó en romperse el fuego por ambas partes y a pesar de las buenas posiciones que ocupaban los montoneros los nuestros no tardaron en producir su retirada hacia el interior. Pacheco Céspedes logró huir hacia Tarata con 20 o 30 hombres.

Las tropas chilenas alojaron esa noche en Palca para continuar la persecución al día siguiente. El 12 se cabalgó sin ningún contratiempo y a las 15 horas se hizo la entrada en Tarata. En el pueblo reinaba la mayor tranquilidad y a poca distancia se vio venir al encuentro del destacamento una comisión de vecinos encabezada por el cura párroco del lugar.

Después de entregada la ciudad y jurada la obediencia y respeto a las leyes chilenas el sargento mayor Subercaseaux interrogó a los vecinos acerca del paradero de Pacheco Céspedes, quien no solo era un problema para el ejército vencedor sino también para los propios peruanos, deseosos de paz. Las autoridades del pueblo le aseguraron que recién había huido seguido de cuatro sujetos en dirección a Bolivia.

El jefe chileno le ordenó al alférez Espinoza que con 25 jinetes persiguiera a Pacheco Céspedes hasta darle alcance. El joven oficial alcanzó hasta las cumbres de los Andes que limitan con Bolivia sin lograr su objetivo, regresando enseguida a Tarata.

Mientras tanto, el jefe político junto con ordenar la ocupación de Tarata, dispuso que el 2° comandante del Ángeles, sargento mayor Ricardo Silva Arriagada con 20 hombres de su cuerpo y 25 soldados del escuadrón Las Heras al mando del alférez Espinoza se hiciera cargo de la administración política de la provincia de Tarata con instrucciones terminantes de implantar el régimen militar, mientras el Supremo Gobierno no dispusiera otra cosa.

Las unidades del sargento mayor Subercaseaux regresaron a sus cuarteles de Tacna.


[1]   Nota del editor. Llamamiento que se hace a los vecinos de un pueblo, por medio de una señal, para avisarles de un peligro o una catástrofe.

[2] Nota del editor. El relato de esta acción no es parte de la obra original de Machuca y corresponde a un escrito inédito del coronel Rafael González Novoa (Q.E.P.D.).