El Desastre de Tarapacá

Editado por Rafael González Amaral

Nota: Este texto corresponde al tomo I, capítulo XXVIII de la obra “Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico” original de Francisco Machuca y reeditada por la Academia de Historia Militar. Esta reproducción está autorizada por el editor para este sitio web y solo para fines educativos.

Los jefes de las tres secciones chilenas se alistaron para el desempeño de su cometido.

Santa Cruz, que debe recorre mayor distancia, partió a las tres de la mañana rumbo a Quillahuasa, envuelto en tan espesa niebla que no se percibe la silueta de un jinete a cuatro metros de distancia. No fue raro que hubiere perdido el rumbo, caminando a tientas en tanta cerrazón. En vez de dirigirse sobre Quillahuasa, se cargó a la derecha hacia el pueblo de Tarapacá.

El capitán Villagrán, con su compañía de granaderos, se orientó con facilidad. Entró a Quillahuasa y la ocupó sin mayor esfuerzo, abrevando la caballada y la tropa se hartó del preciado líquido.

A las 7 am se levantó la camanchaca, luciéndose un sol de fuego. El comandante Santa Cruz notó el extravío de su derrotero al divisar a Quillahuasa a lo lejos. Fiel a la consigna, se dirige forzadamente a dicho punto por un camino infernal, sin agua, con la gente extenuada por la fatiga de las marchas y las privaciones anteriores, pues no habían comido desde hacía dos días.

El ejército peruano vivía en tanto en el mejor de los mundos. asó la noche del 26 al 27 entregado al descanso, completamente ajeno a la cercanía del enemigo, creyéndose seguro en la escondida quebrada de Tarapacá.

El activo jefe del Estado Mayor, Belisario Suárez, envió el día anterior a Pachica a las divisiones 1ª y Vanguardia para descongestionar el campamento. En la mañana del 27 se ocupó de establecer el orden de marcha para emprender cuanto antes la retirada hacia Arica, en donde el ejército podía rehacerse al abrigo de esta plaza fuerte con los recursos en víveres y forraje de los valles de Caplina y del Lluta.

Suárez se preocupaba de efectuar esta penosa marcha a través de sierras áridas, por caminos quebrados y agrestes, con las menores pérdidas posibles.

Levantada la camanchaca en la mañana del 27, unos arrieros peruanos que llevaban bagajes a Pachica divisaron a Santa Cruz y dieron la voz de alarma. Suárez dispuso las fuerzas en orden de batalla y designó su lugar a cada división, con instrucciones precisas para el combate. Desde una altura observó y estudió las tres secciones chilenas. Como buen conocedor de la topografía de la zona, tomó rápidamente su decisión.

Plan de Batalla chileno

El objetivo próximo del choque sería la destrucción de la tercera columna chilena en marcha a Quillahuasa. El objetivo siguiente era caer sobre las otras dos secciones, batirlas en detalle, impedir su conjunción y exterminarlas.

Suárez contaba con cuerpos veteranos y escogidos, con jefes expertos que componen el ejército del sur, a donde el Gobierno del general Prado envió la flor de las fuerzas vivas de la nación.  Pero, antes que todo, Suárez necesita salir de la ratonera; permanecer en la quebrada le exponía a ser fusilado sin remisión. Ordenó tomar las alturas a cualquier precio sin observar formación alguna. Los cuerpos se reorganizarían al llegar a la planicie.

Así ocurrió: los soldados treparon las laderas como gatos y a las ocho de la mañana el ejército de Buendía estaba formado en línea en la meseta, listo para romper el fuego.

Orden de batalla del ejército aliado

General en jefe: general de división Juan Buendía.

Jefe Estado Mayor General: coronel Belisario Suárez.

Artillería

Al mando del coronel Emilio Castañón. Por haber perdido sus piezas en Dolores, forma con carabina.

Dispositivo peruano

Derecha

2ª División: comandada por el coronel Andrés Avelino Cáceres.

  • Batallón Zepita nº 2 al mando del teniente coronel Juan Zubiaga.
  • Batallón Dos de Mayo bajo el mando del coronel Manuel Suárez.

Centro derecha

  • División Exploradora a las órdenes del coronel Federico Bedoya.
  • Batallón Provisional de Lima nº 3 al mando del coronel Ramón Zavala.
  • Batallón Ayacucho nº 3 comandado por el coronel Máximo Somocurcio.

Centro izquierda

5ª División: a las órdenes del coronel José Miguel de los Ríos.

  • Batallón Iquique al mando del coronel Alfonso Ugarte.
  • Columna Naval a las órdenes del teniente coronel José María Meléndez.
  • Columna Tarapacá al mando del coronel José Santos Aduvire.
  • Columna Loa a las órdenes del coronel E. González.

Izquierda

Jefe: coronel Francisco Bolognesi.

  • Batallón Guardia de Arequipa. Jefe, coronel Manuel Cabello y Ariza

En Pachica

1ª División: al mando del coronel Alejandro Herrera, comandante del 7º de Línea.

  • Batallón 5º de Línea al mando del coronel Víctor Fajardo
  • Batallón 7º de Línea bajo el mando accidental del coronel Mariano Bustamante.
  • División Vanguardia con el coronel Justo Pastor Dávila a su mando.
  • Batallón Puno nº 6 jefe bajo las órdenes del coronel Rafael Ramírez.
  • Batallón Lima con el teniente coronel Remigio Morales a su mando.

Santa Cruz, que marchaba por la cima, divisó al enemigo a sus pies cuando corría a las armas y formaba para ganar las alturas.

El mayor Fuentes y el alférez Ortúzar le instaron para poner las piezas en batería y ametrallar los cuerpos acorralados abajo en formación cerrada. El comandante no se atrevió a tomar la ocasión prefiriendo seguir la marcha sobre Quillahuasa y así cumplir la orden recibida.

A las 8 am los peruanos rompieron fuego sobre la retaguardia de la columna Santa Cruz, quienes se batieron como leones rindiendo su vida para dar tiempo al comandante Santa Cruz de formar su gente. El subteniente Froilán Guerrero y sus 60 hombres se sacrificaron por sus compañeros.

Santa Cruz dio media vuelta y formó con frente al sur. A la derecha zapadores, al centro el 2º de Línea y a la izquierda la artillería. Tenía bajo su mando 342 combatientes para hacer frente a las divisiones veteranas de Cáceres y Bedoya. Durante tres horas, desde las 8 hasta las 11 am se pelea duro y recio. A las arremetidas peruanas, respondieron los chilenos con furiosos avances que obligaron a retroceder a los soldados del Zepita y Dos de Mayo.

Atacado por tres puntos a la vez, agobiado por el número, perdidas las dos terceras partes de la gente, toda la artillería, escaso de municiones y heridos los tres capitanes de la infantería Baquedano, Zañartu y Larraín, el comandante Santa Cruz reunió su tropa y se batió en retirada haciendo fuego.

Cáceres no quería soltar una presa que creía segura pero los clarines de los granaderos que volvían de Quillahuasa y se deslizaban por un atajo, le hicieron tomar precauciones, dejando a Santa Cruz que sobre un brioso caballo cubrió la retirada, así como marchaba el primero en los ataques.

Mientras Santa Cruz tenía un respiro, la 2ª columna dirigida personalmente por el coronel Arteaga, al sentir el fuego por el lado de la tercera, apresuró la marcha a pesar del calor, la sed y el cansancio de la tropa. A las 9:30, en pleno avance, se sintió repentinamente fusilado por el frente y el flanco.

Vidaurre, comandante de la brigada de marina, ordenó al capitán Silva Renard que desplegara su compañía y contuviera al enemigo en tanto él hacía entrar en línea compañía tras compañía, hasta formar un respetable núcleo que dirigía su segundo, el comandante Benavides.

Más el jefe peruano envió al fuego batallón tras batallón y aunque nuestros rezagados se incorporaron a medida que iban llegando, los chilenos estaban siempre en sensible inferioridad numérica.

A los niños de la marina no le quedaba aliento para resistir. La circunstancia anunciaba que iban a ser aplastados. En tales momentos, llegó Toro Herrera con 200 hombres y logró detener el flanqueo iniciado por el Zepita. Sucesivamente entraron las 1ª, 2ª y 3ª compañías del Chacabuco logrando restablecer el combate en buenas condiciones.

Por el ala derecha, el comandante Ramírez accionaba con siete compañías del 2º de Línea. Marchaba sereno y tranquilo, aunque sabía que sería destruido. Al recibir la orden de avanzar por el fondo de la quebrada, dijo sencillamente a su segundo, el teniente coronel Vivar: “Nos mandan al matadero”.

Pasado Huaraciña, distribuyó su gente para la pelea.

A la izquierda, contra la cuesta de la Visagra, envió a las compañías 1ª del 1er Batallón del capitán Nerneroso Ramírez y la 3ª del 2do del capitán Pantaleón Cruzat. Por la derecha avanzaron los capitanes Anacleto Valenzuela con la 2ª del 1er y Juan G. Silva con la 3ª del 1er con orden de escalar el Cerro Gordo y llegar, si fuese posible, al Cerro Redondo.

El comandante Ramírez, con su segundo Batolomé Vivar, se lanzaron con las compañías 1ª, 3ª y 4ª del 1er Batallón al asalto del pueblo de Tarapacá, donde el enemigo se encontraba en mayor número y atrincherado.

El estrellón es tremendo por lo que fue rechazado varias veces. Ramírez se rehacía cada vez y volvía a la carga con sus capitanes Bernardo Necochea, José Antonio Garretón y Abel Garretón.

Valenzuela y Silva tomaron el portezuelo Cerro Gordo, con lo que cubrían la derecha de su comandante. Este aprovechó la ocasión y haciendo un supremo esfuerzo se apoderó del pueblo, del que arrojó al enemigo a punta de bayoneta.

Son las 12:45 del día. Ramírez da descanso al 2º de Línea, que bien merecido lo tiene después de tanto guerrear; pero el fuego continuó intenso y sostenido por el centro. Son los coroneles Cáceres, Bedoya y Ríos que con sus respectivas divisiones trataban de copar a Arteaga, no obstante la tenaz resistencia que presenta por frente y flancos.

La Artillería de Marina y el Chacabuco combatían con bravura y abnegación, pero llegó el momento en que las fuerzas se agotaron. Para mayor desgracia escaseaban las municiones; los soldados procedían a registrar las cananas de los muertos para surtir las propias. En tan angustioso momento entró en acción el coronel Recabarren de Artillería, fresco, transformado en carabineros a pie.

La situación es para descorazonar al pecho mejor templado, pero ahí están Arteaga, Vergara, Santa Cruz, Vidaurre y Benavides que recorren el frente bajo un chaparrón de balas animando a la tropa ya no para vencer, cosa imposible, sino para morir con los honores de soldado, dando vida por vida.

He aquí que surgió el mayor Jorge Wood. Con su bigote y pera napoleónica, se parece esos afortunados generales del primer imperio.

Se acerca a Vergara y le dice:

– ¿Estamos perdidos?

– Parece que sí.

– ¿Intentemos el último medio?

– ¿Cuál?

– Carguemos con la caballería y todos cuantos andemos montados.

– Magnífico, responde Vergara. Tome el consentimiento del jefe.

Wood va donde Arteaga, quien acepta y autoriza la carga. Sigue con Vergara donde Villagrán y le da la orden.

Villagrán se dirige a sus granaderos y les dice:

– Muchachos, vamos a cargar y a salvar al ejército. Por mitades a la izquierda en columnas, maaaar. ¡Al trote! ¡A la carga!

Los 116 jinetes cayeron sobre tres mil aguerridos infantes, ensoberbecidos por el próximo triunfo. Jefes, oficiales y tropa desvainaron los sables; los clarines tocaron a degüello; la tromba rujía con terrible chivateo; rompió la línea enemiga; y empezó el entrevero, el crujir de huesos y el rechinar de dientes entre los juramentos de rabia y los alaridos del dolor. Vivanco, Hermosilla, Valenzuela, Letelier, Barahona, Villegas y Balbontín, oficiales de granaderos, dan el ejemplo batiéndose en primera fila.

Mientras cargaban los jinetes, Arteaga hizo tocar atención y ataque. Los infantes se replegaron al centro, armando bayoneta y, al toque de calacuerda, jefes y soldados se lanzaron al asalto. Los heridos olvidaron el dolor y siguieron el movimiento.

La batalla estaba ganada. El enemigo huía en todas direcciones. El desbande era completo. 116 jinetes habían puesto a la fuga a 2900 aguerridos infantes.

¡Viva Chile!

Al iniciarse la batalla, el general Buendía había enviado a uno de sus ayudantes, el mayor Coronado, a llamar a los coroneles Dávila y Herrera, que se encontraban en Pachica con sus respectivas divisiones. El coronel Suárez, ignorante de esta circunstancia, envió igual orden a medio día con su ayudante, el capitán Lorenzo Moralín.

Por fortuna para Arteaga y las tropas chilenas, los señores Dávila y Herrera hicieron lentamente la caminata. A medio camino de Pachica se toparon con la avalancha de derrotados que por lomas y quebradas buscaban el camino de Arica. Hicieron alto, para recoger a los dispersos, en lo que perdieron bastante tiempo. Si las divisiones de Pachica hubiesen marchado con más rapidez, la expedición chilena habría sido irremediablemente exterminada.

A siete kilómetros de Quillahuasa, el general Buendía reunió un consejo de guerra en el que tomaron parte, además del general en jefe y el jefe de Estado Mayor, los coroneles Andrés Avelino Cáceres, Francisco Bolognesi, Justo Pastor Dávila y Alejandro Herrera; y los tenientes coroneles Roque Sáenz Peña Remigio Morales Bermúdez, dos futuros presidentes de Argentina y el Perú.

Después de una corta deliberación, resolvieron volver a Tarapacá y dar una segunda batalla con todos los efectivos disponibles. Se acordó que entraran en combate las divisiones frescas I y Vanguardia, sirviendo de reserva las de Cáceres, Bedoya, Bolognesi y Ríos, cuyos dispersos se estaban concentrando.

El jefe de Estado Mayor entró en acción y dispuso las tropas en el siguiente orden de batalla:

Derecha

División Vanguardia, coronel don Justo Pastor Dávila.

  • Batallón Puno nº 6 teniente coronel Isaac Chamorro, 428 hombres.
  • Batallón Lima nº 8 teniente coronel Remigio Morales Bermúdez, 450 hombres.

Total: 878 individuos.

Centro

I División, coronel Alejandro Herrera.

Jefe de Estado Mayor, teniente coronel Adeodato Carvajal.

  • Batallón Cuzco, 5º de Línea coronel Víctor Fajardo, 400 hombres.
  • Cazadores de la Guardia, 7º de Línea coronel Mariano Bustamante, 400 combatientes.

Total: 800 individuos.

Izquierda

  • Coroneles Cáceres y Bolognesi con las divisiones 2ª y 3ª conservadas de Dolores.

Reserva

  • División Exploradora V.
  • Regimiento de Artillería del coronel Recabarren, armado de carabinas.

***

Los soldados chilenos, tan pronto como el enemigo se perdió de vista, bajaron a la quebrada, bebieron agua a discreción, se bañaron y después se pusieron a cocinar un almuerzo o a comer brevas tomadas a mano de los higuerales, que se inclinaban cargados del sabroso fruto.

El jefe mismo con sus ayudantes entró al pueblo de Tarapacá y bajo un frondoso árbol, se dispensó una siestecita mientras los asistentes preparaban la tradicional cazuela, picante, con harta verdura, papas enteras y cebolla en cruz.

Una espesa venda cubrió la vista de nuestros jefes veteranos, formados en las guerras de Arauco con sus asaltos, sus encrucijadas y sus sorpresas.

Nadie se preocupaba del enemigo…. La caballería no picó la retaguardia, no se destacaron piquetes a Quillahuasa, no se establecieron guardias, ni siquiera se pusieron centinelas en las alturas sino por precaución, al menos, por la rutina del servicio.

Los granaderos desensillaron y echaron la caballada a un potrero de tierna alfalfa.

El 2º de Línea ocupó las casas del pueblo por derecho de conquista; Chacabuco y Zapadores acamparon en los alrededores y la Artillería de Marina en Huaraciña.

Una excepción. Frente a este paso, sobre la meseta, descansaba el comandante Benavides con cuatro piezas de artillería Krupp y dos francesas de bronce, más dos compañías de artillería de marina de custodia.

Viejo soldado, Benavides permitió que la tropa bajara por grupos, con sus respectivos oficiales y clases, hasta el fondo de la quebrada a apagar la sed y llenar las caramayolas. Vuelto un grupo le sucedía otro, pues los cañones jamás deben de carecer de custodia.

Allí empezaron a llegar los dispersos que se habían batido en las alturas y ahí se concentraron sin distinción de cuerpo.

El cirujano del 2º de Línea, doctor Juan Kidd, estableció un hospital provisorio en los ranchos de San Lorenzo. Eficazmente fue ayudado por los doctores Manuel Vivanco de Zapadores, Pérez Canto del Chacabuco, García de Artillería de Marina y el ayudante de cirujano Salomón Arce.

Establecido el orden de combate, los aliados se pusieron en movimiento rumbo a Quillahuasa, en donde el coronel Suárez refrescó la gente en la aguada y dirigió las fuerzas hacia sus respectivas posiciones.

El coronel Dávila siguió el camino recorrido en la mañana por los granaderos de Villagrán y se estableció en la meseta norte de Tarapacá; el coronel Herrera siguió por la quebrad hacia la población; y las fuerzas de Cáceres y Bolognesi marcharon a Huaraciña por la retaguardia del Cerro Redondo.

Los chilenos iban a quedar encerrados como ratones en el fondo de la quebrada, como antes lo estuvieron los enemigos a las 7:30 de la mañana. Los cazadores cazados.

Eran las 4 pm.

Dávila y Herrera rompieron los fuegos contra los chilenos entretenidos en sus quehaceres culinarios. Los habrían exterminados sin la intervención del veterano Benavides que se había quedado en la cima, velando por la artillería que debe estar siempre protegida.

Este jefe no vaciló; contestó el fuego; desplegó a sus infantes e hizo jugar sus cañones. Sin Benavides, que organizó la resistencia y detuvo a Dávila, ni Arteaga ni sus tropas habrían contado el cuento.

Segunda fase de la Batalla de Tarapacá

Al oír los disparos, Arteaga montó a caballo y observó el campo.

Ordenó que todo el mundo subiera a la planicie, que nadie se quedara en la quebrada.

Envió orden a Ramírez de que ascendiera por la cuesta de la Visagra o por donde pudiera y mandó al comandante Vidaurre, que estaba a su lado, que se trasladase a Huaraciña con la tropa que pudiera reunir, y mantuviera la posición y no se moviera de ahí, sin orden escrita de su mano.

El coronel tomó sus disposiciones como experimentado hombre de armas. Liando un cigarrillo de hoja talquina, que encendió y aspiró bajo un diluvio de balas, reunió a la tropa y repechó hasta alcanzar la planicie. Encontró a Benavides, que se batía como un león. Dávila embistió una y otra vez, pero los certeros disparos de la infantería y las granadas de Fuentes barrían sus filas.

El comandante Toro Herrera llegó con un núcleo de chacabucanos. El combate se restableció y la esperanza renació.

Sobre la marcha Arteaga envió al ayudante Julián Zilleruelo a toda rienda donde Vidaurre, llamándole al instante. Vidaurre no se movió; la orden que le llegó era verbal y no escrita como le había instruido Arteaga. Tal era la consigna.

Dávila aumentó sus efectivos con gente que le llegaba de la reserva. Nada podía hacerse.

Arteaga evacuó la línea de los heridos y ordenó a Benavides batirse en retirada. Este retrocedió paso a paso, con fuego tan certero que Dávila no se atrevió a cargarlo.

La quebrada se estremecía con el fragor del combate.

El jefe del 2º, tan pronto como oyó los disparos, tomó los cuatrocientos hombres que le quedaban, enviando la mitad de su efectivo a contener a Herrera. Hizo que los capitanes Bernardo Necochea y Abel Garretón ocupasen dos casitas situadas al norte y él se dirigió a forzar la cuesta de la Visagra con el fin de subir a la planicie, como lo había dispuesto el jefe de la división. En el primer bache del camino recibió un balazo en la mano izquierda, en el momento en que moría el capitán Garfias Fierro.

La tropa continuó ascendiendo. El abanderado Telésforo Barahona, al salir de la quebrada, cayó atravesado por dos proyectiles abrazado al estandarte. La escolta, compuesta de clases, rodeó a su oficial y se batió serena y tranquilamente. Cayeron uno a uno y el estandarte quedó abandonado, porque sus defensores yacían inertes a su lado.

Los héroes que murieron protegiendo la insignia del 2º de Línea fueron los sargentos 2º Francisco Aravena, Timoteo Muñoz, Justo Urrutia, José María Castañeda; los cabos 1º José Pérez, Ruperto Echáurren y Bernardino Gutiérrez; y el soldado Juan Carvajal.

Para arrancarle la bandera tuvieron que abrirle la mano al subteniente Barahona con un yatagán. Tan fuertemente asida tenía su bandera.

Ramírez siguió batiéndose, tomando puestos atrincherados. Había salvado felizmente cuatro soldados, pero al llegar el quinto recibió una segunda bala. La tropa lo transportó a la quebrada, en donde lo atendió el infatigable doctor Kidd.

El enemigo aprovechó el momento y avanzó. Ramírez ordenó aún una carga a la bayoneta que parte medio a medio sus contrarios. Después su tropa lo condujo en andas a una posición mejor. Ahí se atrincheran en unos ranchos, dispuestos a vender cara la vida.

Son las 5½ de la tarde. Los soldados hacían fuego en retirada y tomando a su debilitado comandante lo condujeron hasta el improvisado hospital de San Lorenzo, en donde recibió una completa curación del doctor Kidd, en tanto la tropa se alistaba para defender a su jefe.

Necochea y Garretón venían disputando el terreno palmo a palmo; cada rancho, cada pirca, se convierte en una trinchera. Mientras quedaba un defensor, el enemigo se mantenía a raya, a pesar de su superioridad numérica.

La distancia se estrechaba más y más, varios oficiales enemigos gritaban a los chilenos que se rindieran, que no había esperanza posible.

Un ¡Viva Chile! y una bala era la contestación. Y seguía la pelea.

Era el final de la jornada.

En la planicie Dávila intentaba irse sobre Arteaga, que se retiraba lentamente, batiéndose; más los tiradores escogidos de la retaguardia y los amagos de carga de los granaderos le mantenían a respetuosa distancia.

Abajo, la quebrada rujía con el fragor del infierno. Las tropas de Herrera rodearon los ranchos defendidos por los capitanes Necochea y Garretón y el subteniente Lira Errázuriz.

Antes de que el número los agobiara aún más, salieron y cargaron al arma blanca para quedar luego tendidos en el campo. Necochea con dieciocho heridas, Lira Errázuriz con varios tiros y la cara destrozada a culatazos.

¡Quién lo creyera! Este oficial, dejado por muerto y recogido al día siguiente se conservaba en 1927 lozano y fuerte, tronco de numerosísima familia.

El 2º de Línea va extinguiéndose. Ramírez y 67 heridos permanecían en el hospital San Lorenzo.

El enemigo llegó ahí. Lejos de respetar el sagrado asilo, descargaron los fusiles sobre los heridos. Estos, antes de ser ultimados cobardemente, tomaron sus armas y se defendieron hasta morir. El comandante Ramírez, con la derecha libre, tendió a varios con su revólver.

El sargento mayor Trinidad Guzmán del batallón boliviano Loa, encontró a Ramírez ya muy desfallecido por la pérdida de sangre; y cruzó con él palabras afectuosas y frases corteses propias de caballeros. Más, apareció un teniente peruano de apellido Rodríguez del Regimiento Zepita, quien al ver a Ramírez se abalanzó sobre él y, colocándole el revólver sobre la frente, disparó y le levantó los sesos.

El mayor Guzmán increpó al peruano su infame cobardía y, como protesta, se retiró con su tropa, indignado de tan ruin asesinato.

La gente de Rodríguez coronó su hazaña, allegando pajería al rancho y prendiéndole fuego. Las llamas se propagaron con rapidez, y murieron quemados vivos los pobres asilados del hospital.

Mientras piquetes peruanos buscaban heridos para ultimarlos, los soldados de Herrera, Cáceres y Bedoya cayeron sobre Huaraciña, aguada defendida por el comandante Vidaurre con los soldados de marina. Apenas apareció el enemigo, Vidaurre destacó cincuenta hombres a cargo del capitán Gabriel Álamos con orden de atacar por el flanco mientras él salió de frente con el resto de su tropa.

El doble movimiento tuvo éxito. Envuelta el ala izquierda contraria, se retiraron derecha y centro, dejando prisioneros al mayor Tomás Mayen, al capitán José Mayo y a los tenientes Belisario Morangón y Manuel Véliz con el consiguiente número de tropa.

Todavía quedaba un punto cercano a Huaraciña donde se sentía un nutrido tiroteo. Se trataba de un rancho de quincha y barro sobre el cual flotaba una banderita chilena.

Una veintena del 2º hacen honor al pabellón, mandados por el teniente Abraham Valenzuela, el subteniente Carlos Arrieta Cañas y el sargento 2º Juan Felipe Machuca. Dirigían el ataque contra este puñado de valientes, el comandante Daniel Morán con su batallón Dos de Mayo; el mayor Lizandro Quezada y el capitán Félix del Piélago con algunas compañías de los batallones Zepita e Iquique.

Rabioso el enemigo por la resistencia y pérdidas que estaba sufriendo, preparó el asalto rodeando las pircas que circundan la choza. Los defensores no esperaban el ataque. Salieron a las pircas llevando en alto la banderita sagrada; se parapetaron y rompieron acelerado fuego.

Poco después los tiros se multiplicaron. Eran los heridos que llegaban arrastrándose para disparar el último tiro y morir en su puesto.

Los atacantes vacilaron; el momento era propicio. Los que estaban ilesos saltaron las pircas y al grito de ¡Viva Chile! cargaron a la bayoneta.

Los peruanos volvieron caras. En la persecución, los nuestros capturaron al comandante Mariano Morán más dos oficiales y algunos individuos de tropa.

Unidos poco después a otro puñado de segundos, mandados por el teniente Carlos Gaete Vergara, ingresaron a la tropa de Vidaurre a quien entregaron los prisioneros. Valenzuela y Arrieta mandaban 27 hombres de los cuales se salvaron ocho y diecinueve quedaron en el campo.

A estos últimos, los peruanos los introdujeron a una cabaña, sin distinción de heridos y muertos. Reunieron madera y les encendieron fuego por los cuatro costados. Homérica tumba para los diecinueve valientes.

Valenzuela y Arrieta recibieron un galón más en Santa Catalina; el sargento Machuca ascendió a sargento 1º de la 2ª Compañía del 1er Batallón, con dos meses de permiso para ir a La Serena a tomar los aires de la patria y lucir la bien ganada jineta.

Eran las 6 pm.

Vidaurre aprovechó la momentánea retirada de los contrarios para salir de la quebrada y unirse con Arteaga, que sostenía un vivo tiroteo con el coronel Dávila.

El jefe chileno se replegaba lentamente para que los heridos ganasen terreno. Los leves marchaban a pie y los graves en brazos de sus compañeros o en las bestias de oficiales o de servicio.

Como escaseaba la munición, se proveyó de tiros a un centenar de infantes, para cubrir la retirada. En tanto Villagrán con los granaderos, contenía a los más osados.

El movimiento continuó sin interrupción hasta las 6 pm, hora en que el general Buendía llegó a la vanguardia mandada por el coronel Dávila. Después de observar por algunos momentos la línea chilena, ordenó la contramarcha del ejército en dirección a Tarapacá, a cuyo pueblo entró a las 8 pm.

Arteaga, libre de cuidados, hizo alto para dar descanso a sus tropas, fatigadas por el duro trabajo del día, pero siempre altivas, dispuestas a sucumbir antes que rendirse.

El general peruano dispuso de hora y media de sol para destruir a la división chilena, si lo hubiera juzgado posible. Prefirió retirarse para emprender inmediata marcha hacia Arica.

La conducta del general, dicen los partes oficiales, obedeció a la falta de municiones lo que es inadmisible, pues en la retirada dejó el campo sembrado de cajones de tiros que fueron recogidos después por nuestros soldados del bagaje.

El señor Buendía tuvo esa tarde para la segunda acción un efectivo de 3800 hombres, fuera de las reservas, que también se empeñaron a su tiempo; el coronel Arteaga se retiró con 1344 soldados, agotadas las municiones, llevando multitud de heridos que embarazaban la marcha, y desguarnecido por la distracción de buen número de tropa para la custodia de los prisioneros.

Quedaron en el campo mil chilenos, además de 76 prisioneros que nos hizo el enemigo, a quienes oficiales dignos salvaron del repaso.

Nuestros heridos empezaron a llegar a Dibujo a la una de la mañana e ingresan inmediatamente a los hospitales. Han recibido auxilios en el desierto por gente enviada con agua y víveres por el general Baquedano, merced a cuyas medidas salvaron muchos de perecer víctimas de la sed.

El coronel Arteaga entró a las 7 am y desfiló a la cabeza de la División, que marchó correctamente a pesar de la noche siberiana pasada en la pampa del Tamarugal.

Por su parte, el general Buendía dejó el pueblo de Tarapacá y emprendió viaje a Arica, abandonando a los heridos no obstante encontrarse entre ellos, jefes de graduación y oficiales meritorios.

Ambos comandantes en jefe abandonaron el campo de batalla, casi simultáneamente, llevando prisioneros; Arteaga a las 7:30 pm; Buendía a las 7:15.

Horas después de la partida de los peruanos, que más parecía fuga, entró a la plaza el coronel Urriola, que recogió los heridos de uno y otro bando, dando a los muertos piadosa sepultura.

Y mientras encargaba a los cirujanos igual tratamiento a amigos y enemigos, humeaban aún las piras en que fueron abrasados vivos nuestros soldados.

Los cirujanos enviaron paulatinamente a los heridos a los hospitales fijos de Iquique y Pisagua, y a la 1ª Ambulancia Valparaíso, acampada en Dolores a cargo del cirujano Teodosio Martínez. La acción de Tarapacá dio origen a numerosas recriminaciones y a la solicitud de diversos jefes, que pedían se abriese sumario, para el esclarecimiento de la conducta de cada cual.

El coronel Arteaga fue el único que no entabló reclamo de ninguna especie, ni inculpó a nadie. Asumió por entero la responsabilidad de los acontecimientos y volvió calladamente a Santiago a cooperar a la defensa nacional en puestos de responsabilidad.

El ministro de Guerra, de acuerdo con el Gobierno, se negó a iniciar sumario alguno sobre los acontecimientos de Tarapacá, para evitar disgustos y enconos perjudiciales a la disciplina.

Se tomaron, eso sí, tres resoluciones justísimas, con aplauso de todos:

  1. Ascender a teniente coronel al sargento mayor Jorge Wood.
  2. Quitar el mando del 2º de Línea al sargento mayor tercer jefe, que pasó a la Asamblea de Santiago, en donde falleció en su mismo grado, treinta y cinco años después.
  3. La exoneración de su puesto al teniente coronel de guardias nacionales José Francisco Vergara, que volvió a Viña del Mar, a atender sus negocios particulares, abandonados por servir al país con la decisión y entusiasmo característicos.

El Gobierno del Perú trató duramente a los jefes de Tarapacá. El presidente de la República ordenó someter a juicio al general Buendía, cuyas tropas pasaron a las órdenes del contralmirante Montero.

Este jefe no sólo se limitó a procesar a Buendía sino también a Suárez, jefe de Estado Mayor General, y a los jefes divisionarios y comandantes de cuerpo.

Años después, cuando los politiqueros del Rímac inventaron la revancha y nacieron las cautivas y la reivindicación de Tacna y Arica, Tarapacá, constituyó plataforma electoral. Los peruanos dieron proyecciones de victoria a la acción del 27 de noviembre, creando héroes invictos, beneméritos de la Patria, en grado heroico y eminente.

Los caudillos se acuerdan tardíamente de las victorias ignoradas, las sacan a luz, y les dan honores y recompensas a los titanes de esa batalla.

El general Andrés Cáceres recibió el bastón de gran mariscal en fiesta solemne el 15 de septiembre de 1920. El Congreso aprobó la ley de nominación de las unidades del ejército de línea, y reserva los siguientes nombres para los cuerpos que figuraron en esa colosal jornada; Arequipa, al nº 9; Ayacucho, al nº 11; Tarapacá al nº 13; y Cuzco al nº 15.

No se acuerdan de que procesaron, encarcelaron y castigaron a los jefes de Tarapacá. Celebran ahora los aniversarios con grandes festejos; se hace bombo en la prensa, en las escuelas, en la Universidad, y el pueblo cae en la mistificación de haber conquistado un brillante triunfo.

Pero quien estudia con frialdad esta función de guerra se convence de que la expedición chilena fracasó pero que hubo derrota, eso no.

Una marcha en retirada con armas y bagajes, con heridos y prisioneros, mientras el enemigo abandona el campo de batalla dejando heridos, municiones y equipaje no es ni será jamás una derrota.

Horas después, el coronel Urriola ocupó la plaza, con los heridos de las ambulancias enemigas, y el armamento, municiones y bagajes abandonados por los peruanos en su precipitada fuga.