Batalla de Dolores o San Francisco

Editado por Rafael González Amaral

Nota: Este texto corresponde al tomo I, capítulo XXV de la obra “Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico” original de Francisco Machuca y reeditada por la Academia de Historia Militar. Esta reproducción está autorizada por el editor para este sitio web y solo para fines educativos.

El cerro San Francisco, de unos 200 metros de altura, tiene la forma de una elipse cuyo eje mayor sigue la dirección noroeste-sureste. La longitud total del cerro alcanza unos 3 km y su ancho medio es de 1 km. El cerro tiene dos lomas.

Al norte de San Francisco se levanta una cerrillada, cuyo punto culminante, llamado Los Tres Clavos, se yergue a su frente. Una faja calichosa plana separa ambas prominencias. El ferrocarril de Pisagua llegaba por el pie de Tres Clavos y entra a esta faja donde se alza la estación al lado del Pozo de Dolores, inagotable en la producción de agua.

El correo y el telégrafo se encontraban instalados en el edificio de la estación, de la cual arrancaban dos ramales de un kilómetro de largo: uno al poniente a la oficina Dolores y el otro al oriente al morro de caliches, llamado Don Bartolo.

De la estación seguía la línea férrea hacia el sur pasando por la base del San Francisco y la oficina de ese mismo nombre; seguía después por el pozo El Molino, que sacaba el agua por bombas movidas por molinos de viento, y la oficina Santa Catalina; para ir a rematar a Negreiros.

A medio camino, entre El Molino y Santa Catalina, se desprendía otro ramal de dos kilómetros, rumbo suroeste, que conducía a la oficina Porvenir. Conocido el lugar de la próxima acción, veamos los efectivos de ambos contendores.

Orden de batalla chileno

Cuartel General: coronel Emilio Sotomayor.

Estado Mayor: teniente coronel de ingenieros, Arístides Martínez.

Servicio religioso: fray José María Madariaga, agregado de la ambulancia.

Derecha

Comandante: coronel Martiniano Urriola

Fuerzas y mandos:

  • Una batería de artillería de campaña, seis piezas, capitán Eulogio Villarreal.
  • Una batería de artillería de montaña, seis piezas, capitán Roberto Wood.
  • Regimiento Buin 1º de Línea, 1000 plazas, teniente coronel José Luis Ortiz.
  • Batallón Navales, 600 hombres, coronel Martiniano Urriola.
  • Batallón Valparaíso, 300 plazas, coronel don Jacinto Niño.

Esta agrupación ocupaba el suroeste del cerro.

Centro

Comandante: teniente coronel José Domingo Amunátegui

Fuerza:

  • Una batería de seis piezas Krupp y dos ametralladoras, capitán Benjamín Montoya.
  • Regimiento 4º de Línea, 1000 hombres, coronel José Domingo Amunátegui.
  • Batallón Atacama, 500 soldados, teniente coronel Juan Martínez
  • Batallón Coquimbo, 500 plazas, teniente coronel Alejandro Gorostiaga.
  • Una brigada de cuatro piezas Krupp y cuatro cañones modelo francés, mayor Juan de la Cruz Salvo.

Ocupaba la meseta San Francisco, que da frente al sur mirando a Santa Catalina y Porvenir, y sureste con vista a la pampa de El Molino y la oficina San Francisco.

Izquierda

Comandante: teniente coronel José Velásquez.

Fuerza:

  • Batería de cuatro piezas, capitán Santiago Frías, cerca del Pozo de Dolores.
  • Batería de cuatro piezas, capitán Delfín Carvallo, sobre el costado noreste del cerro. Los fuegos de esta batería se cruzaban en la pampa con los de la batería Frías.
  • El comandante José Velásquez, jefe del regimiento, se colocó cerca del capitán Frías.
  • Seis compañías del batallón 3º de Línea, 700 bayonetas, tendidas de San Francisco a la estación Dolores, teniente coronel Ricardo Castro.

Pozo de Dolores

Jefe: mayor de guardias nacionales Juan Francisco Larraín.

Fuerza:

  • Dos compañías del 3º de Línea, 300 hombres; una a la falda noreste, otra en Don Bartolo.
  • Pontoneros, 50 hombres.
  • Convalecientes, 50 hombres.

Reserva

Jefe, teniente coronel Pedro Soto Aguilar.

  • Regimiento Cazadores a Caballo, 300 hombres, comandante Soto Aguilar.
  • Una compañía de Granaderos a Caballo, capitán Rodolfo Villagrán.

Ocupó la Encañada, o sea la depresión al noroeste del cerro San Francisco.

La ambulancia armó sus tiendas con vista al oriente, al lado del ferrocarril frente a la oficina de San Francisco.

En total, los efectivos sumaban 6000 hombres con el siguiente desglose:

Artillería:           34 piezas, con dos ametralladoras                         600 hombres

Caballería:        Granaderos y Cazadores                                          400       ”

Infantería:        Derecha                                                                   1900       ”

Centro                                                                                2000       ”

Izquierda                                                                            1100       ”

Total                                                                                    6000 hombres

Buendía salió el 18 en la tarde de Negreiros en demanda de Santa Catalina. A media noche llegó a las inmediaciones, en los precisos momentos en que Amunátegui regresaba a Dolores por orden del coronel Sotomayor.

Ocurrió entonces un hecho curioso: mientras Amunátegui con su división marchaba rumbo a Dolores por la izquierda del ferrocarril, el general Buendía se desplazaba en igual dirección por la derecha de la línea. Ambos jefes avanzaban paralelamente, sin percibir la vecindad.

Este fenómeno es frecuente en la pampa del Tamarugal. La espesa camanchaca es mala conductora de la luz y del sonido.

Los jefes y oficiales que hicieron toda la campaña de esta guerra estaban de acuerdo en que era preferible marchar en las cordilleras peruanas bajo una nevada de plumilla, ceniza o granizo que aventurarse en el Tamarugal envuelto en la masa nebulosa.

Los guías peruanos escogidos se empamparon en la noche del 18 y fueron a rematar a las alturas de Chinquiquirai, de donde giraron al alba para alcanzar a Santa Catalina. Si los mismos peruanos se extraviaban en su propia casa, a pesar de sus buenos prácticos ¿por qué extrañarse de que Urriola perdiera la ruta en la noche del 2 de noviembre?

Llegó la mañana del día 19 y la niebla se esfumó lentamente, evaporada por la potencia de los rayos solares. Se levantó la cortina y aparecieron frente a frente los ejércitos enemigos, los que podían contemplarse mutuamente a su gusto.

Después del rancho y un corto descanso, las fuerzas aliadas empezaron a maniobrar a toque de corneta. Pasaron del orden de marcha al orden de batalla, con lujo de maniobras, que hacían recordar a los chilenos las evoluciones de septiembre en el Parque Cousiño.

Mientras los aliados practicaban pasar de la columna a la línea de batalla y viceversa, el coronel Sotomayor envió órdenes precisas a los comandantes divisionarios, facultándolos para cañonear a las columnas contrarias, al ponerse a tiro, con ánimo de avanzar. Los jefes de las alas, del centro y de la reserva, a su vez, dispusieron estricta disciplina del fuego, para evitar el gasto inútil de municiones.

Los jefes de cuerpo hicieron formar las compañías en rueda para la lectura de la orden general, la divisionaria y la del cuerpo. La de éstos es concisa: los comandantes recomendaron a los oficiales repetir clara y distintamente las órdenes de mando dadas por el jefe a la voz o corneta. Por último, si se ordenaba romper el fuego, el soldado debe poner antes el alza a la distancia gritada por el capitán de su compañía, y repetida a toda voz por los oficiales subalternos; apuntar bien antes de cada disparo; y en fuego de salvas esperar con tranquilidad la voz de fuego del oficial comandante.

La orden terminaba con la siguiente recomendación: “Chile confía en vosotros y en vuestro comportamiento va envuelta la honra de la Patria”.

Los niños dieron tres vivas a la tierra lejana y se dedicaron a limpiar y aceitar el mecanismo de los fusiles y afilar el inseparable corvo.

Mientras tanto, el enemigo hizo alto en Porvenir. En total las fuerzas al mando de Buendía eran cerca de diez mil hombres de acuerdo a la información entregada más abajo.

En esta información se hicieron ajustes pues no hay antecedentes fidedignos de las fuerzas en Dolores el día de la batalla.  A las cifras del parte del 31 de octubre se agregaron las fuerzas que llegaron con el general Villamil (unos 1100 hombres) y se redujo la guarnición destacada en Iquique (1182 individuos) al mando del coronel Ríos.

El ejército chileno, después de la lectura de las órdenes, tuvo un almuerzo caliente por el cual los soldados suspiraban desde hacía tiempo. Qué porotos más exquisitos los de ese día. Y agregaremos que estaban cocinados con mote y con ají en vaina legítimo de Aconcagua.  El ranchero llenaba el plato de la caramayola y el ayudante de cocina echaba encima una cucharada de color y un puñado de dientes de ajo con cebolla cruda picada en cruces menudas. Era de ver el contento de la tropa. Los niños decían: “Un plato de porotos, un cachucho de agua, tres saltos en el aire, y no hay cholo que aguante.”

Los aliados armaron pabellones y enviaron a la tropa por grupos a surtirse de agua. Los ayudantes cruzaban la pampa en todas direcciones. Llevaban órdenes, seguramente. En tan solemnes momentos, llegaron algunos chasquis[1] procedentes de Camarones anunciando el regreso del general Daza y de su ejército a la plaza de Arica.


[1] Mensajeros.

Orden de Batalla aliado

La noticia corrió sobre un reguero de pólvora, produciendo una penosa impresión sobre todo en las filas bolivianas que creían ver llegar a su presidente y compañeros de armas antes del encuentro con el enemigo.

Los jefes quisieron ocultar tan desagradable nueva pero ya era tarde. El ejército entero tenía conocimiento del regreso de Daza que privaba al ejército de Tarapacá del valioso contingente de los batallones bolivianos.

Croquis de la Batalla de San Francisco o Dolores  

A las 2 pm los aliados formaron e iniciaron un movimiento de avance. Las alas y centro maniobraban a la misma altura. Las bandas a la cabeza de los cuerpos tocaban marchas guerreras.

Siendo las 3 pm, los infantes chilenos permanecían tendidos al pie de los pabellones. Los oficiales seguían con los anteojos las maniobras de los batallones contrarios. La convicción general era que el enemigo efectuaría un tanteo para estudiar las posiciones chilenas.

Los artilleros permanecieron listos en el puesto de combate. Saben, por la orden general, que los jefes divisionarios tienen facultad de cañonear al adversario si este intenta penetrar a la zona de fuego en son de ataque.

A las 3:05 pm las cabezas de las columnas de la derecha de Buendía cayeron bajo el alza de los Krupp. Salvo lo comunicó al comandante Amunátegui, y este contestó: “Romper el fuego”.

A las 3:10 pm sonó el primer disparo. La granada reventó entre las columnas en movimiento. Un ¡viva Chile! formidable estalló en todo el cerro; las cornetas tocaron tropa; la gente corrió a su puesto; se inició el combate, aunque predominaba la convicción en la línea chilena de que se trata solo de un reconocimiento en grande escala.

Salvo continuó enviando granadas. Dos baterías enemigas contestaron, una de la derecha y otra desde el frente de Porvenir.

¿Por qué los aliados iniciaron la acción en la tarde? ¿Por qué no aprovecharon las primeras horas del día siguiente?

La exposición hecha en Lima por el general Pedro Bustamante en enero de 1880 levantó el velo de esta debatida cuestión, aún no resuelta con toda fijeza por los historiadores. Dice el citado general:

Al amanecer del día 19, ocupábamos las alturas de Santa Catalina frente de San Francisco, y previa una hora de descanso para reunir el ejército, se ordenó por el general Buendía que la primera línea ocupase la misma oficina de Santa Catalina, y las demás adyacentes.

Verificado esto, los cuerpos que componían la línea formaron pabellones para que la tropa tomase agua, y en estas circunstancias se presentó el general en jefe acompañado del coronel Manuel Velarde, el teniente coronel Recabarren, el cronista Neto y otras personas, habiendo manifestado que era absolutamente necesario tomar el cerro que ocupaban los chilenos. Le hice presente que por mi parte no tendría embarazo alguno para emprender el ataque, pero que tuviera en cuenta que la tropa estaba cansada, que no había tomado agua y que la hora (mediodía) me parecía inconveniente.

En la creencia de que el general Buendía había desistido de su propósito, porque se retiró, al parecer, convencido de su inoportunidad, dispuse que, la división fuese por parte a tomar agua en unos pozos inmediatos; pero poco después, recibí orden del mismo general, por medio de uno de sus ayudantes, de avanzar hasta ponerme a vanguardia de la oficina El Molino, previniéndome que lo hiciera con las fuerzas que tenía reunidas, sin esperar a la que había ido a los pozos.

Lo hice así, no sin haber hecho generala y llamada al trote a dicha fuerza ausente, que vino a reunirse a la división en la citada oficina. Formadas en columnas, permanecieron allí mis fuerzas, hasta las 2 pm, hora en que hice traer cuatro carretas de agua de cuya existencia me dio noticia el comandante Somocurcio; pero no bien se había principiado a hacer la repartición, un ayudante del general se presentó para transmitirme la orden de que avanzase, y poco después un segundo ayudante me comunicaba que era preciso hacerlo sin perder instantes, porque la artillería estaba ya al frente y la primera división boliviana avanzaba, debiendo yo seguir su movimiento. Recibida esta orden, marché de frente con la división de mi mando en columnas progresivas y paralelamente con la división aliada. No teniendo instrucciones sobre la misión que se me encomendaba, mandé al jefe de Estado Mayor de mi división para que las pidiera al general en jefe, y por su conducto se me ordenó que tratase de tomar la artillería enemiga que estaba en un morro sobre la derecha, previniéndome, además, que tuviese cuidado con unas zanjas abiertas por los contrarios.

Seguí avanzando ya con un objeto determinado, y tan luego como las fuerzas estuvieron a tiro de cañón, de las posiciones ocupadas por los chilenos, rompieron estos los fuegos de su artillería sobre nosotros.

No podemos dudar de la palabra del general Bustamante, que mandaba el ala derecha que comprometió la acción. Más todavía cuando estaban en Lima todos los testigos citados por dicho general.

Había desacuerdo entre el general Buendía y el coronel Suárez, su jefe de Estado Mayor, sobre si la batalla se daría esa tarde o al día siguiente, como era el parecer de este. Buendía cortó por lo sano y dio la orden de ataque, contra la opinión del coronel Suárez.

El general boliviano Carlos Villegas empezó la acción con dos compañías guerrilleras de los batallones Ayacucho y Puno, al mando del coronel Russell y dos compañías también en guerrilla de los batallones Illimani y Olañeta, comandadas por el coronel José María Lavadenz.

Estas compañías rompieron un vivo fuego graneado, poco eficaz por la distancia y la ubicación de la línea chilena en la cima. Pero avanzaron visiblemente y llegaron al pie del cerro.

El coronel Lavadenz llevó personalmente al fuego a la 1ª Compañía del Dalence, mandada por el sargento mayor Domingo Vargas. La unidad alcanzó a subir hasta cuarenta pasos de la batería. El corneta de órdenes, Mariano Mamani, quedó muerto muy cerca de los cañones al lado del comandante Espinar, que conducía dos compañías del batallón combinado, formado por compañías de cazadores agrupadas para el asalto.

Villegas creyó llegado el momento de apurar el ataque e hizo entrar una compañía boliviana del Dalence y los batallones peruanos Lima nº 8, del coronel Remigio Morales Bermúdez y el Puno, del coronel Rafael Ramírez.

Mientras el general Villegas organizaba la acción, el general Buendía se desplazó describiendo un semicírculo por la derecha sobre la pampa, con intenciones de lanzarse sobre el Pozo de Dolores. No bien desembocaron sus columnas, las tomaron en fuego cruzado las baterías Frías y Carvallo, cuyas granadas destrozaron la formación cerrada. Las mitades se rehicieron, encajonaron de nuevo y siguieron en demanda de su objetivo.

Entonces entró en acción la infantería chilena. La compañía del capitán Chacón, tendida tras el Don Bartolo hasta la estación, recibió las columnas con vigoroso fuego, junto con otra compañía del 3º reforzada con los pontoneros y cincuenta convalecientes. En tanto las seis compañías restantes del mismo regimiento fusilaron al enemigo por el flanco, parapetados tras la trocha del ferrocarril entre el Pozo de Dolores y la estación de San Francisco.

El capitán Chacón mandó fuego en avance. Sin obstar su inferioridad numérica, la compañía se impuso.

Buendía, agobiado por los proyectiles que venían del frente y por el flanco, retrocedió hasta colocarse fuera de tiro. Villegas, empeñado contra el centro izquierdo de Amunátegui, aprovechó el ángulo muerto de la batería de Salvo para intentar sobre ella un golpe de mano, reforzando a Lavadenz y Espinar. Para ello condujo a sus infantes contra los cañones que contaban con solo 56 sirvientes.

Salvo, viendo el peligro, dispersó su gente para defender las piezas con sus carabinas. En tanto venían en su auxilio los batallones Atacama y Coquimbo. El capitán ayudante Cruz Daniel Ramírez, con las compañías de los capitanes Vilches y Vallejo del Atacama, llegaron a tiempo para salvar la situación, haciendo retroceder al enemigo.

Reforzado este al pie del cerro por una compañía del Dalence, dirigida por Lavadenz, volvió al asalto, alcanzando hasta cerca de las piezas de Salvo. Las dos compañías del Atacama y otra del Coquimbo, mandada por el teniente Enrique Astaburuaga, rechazaron a los asaltantes nuevamente hasta el pie del cerro.

Engrosados los aliados por nuevos refuerzos, embistieron por tercera vez. Cuando estaban a media falda se descolgaron los mineros del Atacama y del Coquimbo cayendo sobre ellos con sus bayonetas caladas cual avalancha, bajo un ensordecedor chivateo.

El choque fue brutal porque el enemigo encaró. Se formó la trifulca, los corvos accionaban sin parar y entre ayes y juramentos la masa de amigos y enemigos rodó ladera abajo. A los gritos de viva Chile o muera Chile, se llegó al plano. El enemigo destrozado huyó a la desbandada, ocultándose en las catas de los calichales explotados.

A la vuelta, coquimbos y atacamas deshicieron algunas colleras ensartadas mutuamente por la fuerza del choque. En los momentos críticos de la carga apareció el padre Madariaga, el franciscano de Pisagua, montado en un pingo negro, exhortando a las tropas a grito herido.

Mineros del norte, ahora debéis mostrar vuestro empuje. Y después, a auxiliar heridos.

Los aliados volvieron las caras, esta vez en forma definitiva. En vano los jefes trataron de contenerlos. El miedo a la bayoneta y al corvo, que desempeñó lucido papel en el entrevero, les indujo a alejarse por la extensa pampa del Tamarugal.

Las tres embestidas contra la batería Salvo constituyen la parte más ruda de la batalla. Lo atestiguan las bajas habidas en uno y otro bando.

Salvo perdió al teniente Argomedo, muerto. El capitán Urízar a los alféreces García y Nieto, heridos, con treinta bajas de tropa.

Del Atacama murieron el capitán Vallejos y los subtenientes Blanco y Wilson. Quedaron heridos el ayudante Ramírez y subteniente Abinagoitis, con 82 hombres de tropa entre muertos y heridos.

Del Coquimbo cayó herido de gravedad el teniente Abel Risopatrón quien falleció al desembarcar en Valparaíso en brazos de sus padres, que se habían trasladado a recibirlo desde Concepción.

De la tropa quedaron cinco muertos sobre el campo y veintitrés heridos.

Los aliados sufrieron considerables bajas. El comandante Ladislao Espinar murió a pocos pasos de los cañones chilenos. El general Villegas y el coronel Ramírez, ambos heridos, fueron conducidos a la ambulancia, junto con los oficiales del Dalence Domingo Vargas, Nicanor Romano, Toribio Quintanilla, Nicolás Martínez y Secundino Sempétigue, caídos en el asalto a los cañones de Salvo.

Mientras se definía la función en nuestro centro izquierdo, he aquí lo que ocurrió en el centro derecho:

El coronel Belisario Suárez, con la I División peruana de Bolognesi compuesta por los batallones Cazadores del Cuzco nº 5 y Cazadores de la Guardia nº 7, y la III División, batallones Ayacucho y Guardias de Arequipa atacó de frente sostenido por seis piezas de artillería ubicadas a vanguardia de Porvenir. Amunátegui recibió a Suárez con la batería Montoya y el fuego de salva del 4º, el Atacama y el Coquimbo.  Las tropas peruanas se desconcertaron y buscaron refugio en las catas y zanjas de los calichales explotados. Se contentaron con quemar municiones en abundancia, pero sin salir de sus escondites. Esta fuerza permaneció anulada durante el resto de la refriega.

Continuemos a la izquierda aliada.

El general Villamil desplegó sus tropas y las dirigió hacia La Encañada, oblicuando a la izquierda con ánimo visible de flanquear la derecha chilena y llegar al Pozo de Dolores a dar la mano a Buendía que debía llegar por la pampa del Tamarugal, con el ala derecha.

Por medio de conversiones concéntricas, caerían sobre el Pozo Dolores Villamil por la izquierda y Buendía por la derecha encerrando en San Francisco al ejército de Sotomayor sin retirada posible, capturando la estación, la vía férrea, el telégrafo, la aguada, el bagaje y el parque.

Villamil se movió a buen paso.

Una vez a tiro, Urriola hizo funcionar las baterías de Wood y Villarreal, las que rápidamente introdujeron la confusión en las columnas bolivianas, con certeras granadas.

El general se retiró tres veces para reorganizar sus batallones. Tres veces embistió contra la línea formada por el Navales, el Valparaíso y el Regimiento Buin 1º de Línea. En las tres circunstancias el certero fuego de artillería descompaginó de tal manera la formación de los cuerpos que se vieron forzados a retirarse, sin alcanzar a medirse con la infantería contraria.

Las alas del ejército aliado retrocedieron. El centro salió de las zanjas y catas siguiendo el movimiento retrógrado. Suárez se dirigió directamente a Porvenir y se unió a la reserva del coronel Cáceres, que permanecía intacta como mera espectadora de la acción que se desarrollaba a su vista, no obstante tener dos cuerpos de línea, entre ellos el famoso Zepita, flor y nata del ejército permanente peruano.

El enemigo abandonó el campo no en derrota y disperso como lo pregonan algunos historiadores, pero maltrecho. Buscó las aguadas de Porvenir y Santa Catalina, como puntos de apoyo.

La caballería chilena no desempeñó papel alguno durante la refriega. Destinada como reserva general, permaneció en La Encañada en espera de órdenes que no se le dieron, por cuanto no hubo necesidad de emplearla.

En ciertos momentos apareció por las vecindades del cerro Don Bartolo un núcleo montado. Inmediatamente se puso en movimiento la compañía de cazadores a caballo de custodia en el Pozo de Dolores y a buen aire se dirigió contra los jinetes enemigos.

El general Nicanor Flores, que se había aventurado por ahí con los Húsares de Junín volvió bridas empeñado en poner la mayor distancia entre su gente y los cazadores chilenos, los que volvieron tranquilamente a su puesto.

Grandes aclamaciones se sintieron en el ala izquierda.

Era el general Escala que se asomaba con la División Arteaga cuya tropa, aunque rendida por una marcha forzada terrible, se sentía feliz y contenta de llegar a tiempo para tomar parte en la gran batalla del día siguiente.

El ejército estaba ahora concentrado, con agua en abundancia, víveres y municiones suficientes. Conservaba como dueño indisputable sus líneas de comunicaciones por carretera, ferrocarril y telégrafo, que le ponían en contacto con Pisagua, su nueva base de operaciones.

Escala felicitó a Sotomayor y demás jefes por el brillante éxito de la jornada y reasumió las funciones de general en jefe en medio del regocijo general por la victoria que se esperaba al día siguiente.