Cáceres en Actividad

Editado por Rafael González Amaral

Nota: Este texto corresponde al tomo IV, capítulo XXVII de la obra “Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico” original de Francisco Machuca y reeditada por la Academia de Historia Militar. Esta reproducción está autorizada por el editor para este sitio web y solo para fines educativos.

Cáceres aceleró su marcha sobre Ayacucho, para reorganizar su ejército tan mal parado por los últimos desastres; tenía además la seguridad de que la guarnición le seguiría integra, dado el trabajo de sus amigos y partidarios y el prestigio de su nombre. Tenía interés en atraer a su bando al coronel Arnaldo Panizo.

En la hacienda de Aracuchí recibió una nota de Panizo en la que le manifestaba que el reconocimiento del general al gobierno de García Calderón le enajenó la voluntad de la división de Ayacucho, que vio con desagrado su adhesión al partido de La Magdalena, al cual habían combatido rudamente hacía poco.

Cáceres continuó calladamente su marcha por las alturas, bajó al camino de Ica y se deslizó hasta colocarse a retaguardia de Panizo, ocupando el barrio de Carmen Alto, donde le reforzó la gente reclutada por sus parientes y partidarios.

El coronel Panizo abandonó la plaza para establecer sus tropas en los altozanos de Acuchimay y Carmanca. Colocó en el primero la artillería, custodiada por dos batallones; y en el segundo, un batallón de infantería. Cáceres permanecía a la mira, cubierto por el cerrito de Quicapara, frente al cual desplegó una compañía del Zepita Nº 2 de Línea. Panizo cubrió igualmente su línea con dos compañías escogidas.

No se sabe qué bando rompió el fuego, ni menos quién dio la orden. Ambos caudillos se echaron la culpa mutuamente. Es casi seguro que no hubo orden alguna y el choque se originó por el nerviosismo o el extremo celo de algún oficial.

La acción se inició a las 2 pm del 22 de febrero. La compañía del Zepita se detuvo agobiada por dos compañías de Panizo, que descendieron hasta el plan, atacando de frente y queriendo envolver el flanco derecho de Cáceres, quien hizo salir rápidamente al coronel Juan Vizcarra, comandante del batallón Junín, con la orden de cubrir el campo de batalla. El fuego se hizo nutrido en el plan, pues bajaron más compañías del Acuchimay.

Cáceres ordenó al jefe de Estado Mayor General, coronel Francisco de Paula Secada, reforzar las alas. Secada envió al Batallón Tarapacá, comandante Mariano Espinosa, a la izquierda con el Escuadrón Cazadores del Perú, como reserva, y al Batallón Huancayo, coronel Martín Valdivia, a la derecha con la orden de tomar la posición ocupada por el enemigo.

Quedó empeñada entonces la refriega en toda la extensión de la línea, comprendida entre la izquierda de Cáceres, apoyada en la quebrada que divide el barrio de Carmen Alto por su flanco izquierdo, hasta las faldas del Acuchimay, por el derecho.

Cáceres dispuso un avance general contra este cerro, defendido por dos batallones, a cargo del coronel Simón Feijoo y del comandante Zagal, que murieron en su puesto.

Hasta aquí los partes oficiales de los contendores coinciden, pero en seguida difieren completamente. Ambos se atribuyen la victoria, y si Cáceres resulta vencedor, dicen sus contendores, lo debió a una felonía de sus partidarios.

Según la versión cacerista, los coroneles Secada y Valdivia asaltaron el Acuchimay por la derecha y lo tomaron a la bayoneta. En tanto, el comandante Espinosa derrotó al coronel Agustín Moreno, cuyo batallón arrojó las armas, se dispersó y escapó camino de Huanta, en demanda de sus hogares.

De esta manera, el coronel Panizo con 300 hombres y 4 piezas de artillería quedó encerrado en la cumbre del Acuchimay.

Según la versión panicista, los cuerpos de Cáceres a media falda levantaron las culatas de sus fusiles y se declararon rendidos.

Panizo y su comitiva recibieron fraternalmente a los vencidos.

Llegó Cáceres con su Estado Mayor, en tanto que por las faldas del altozano subió el pueblo de Ayacucho, vitoreándolo con fervor.

Las tropas rendidas contestaron con un ¡Viva Cáceres! y todo se volvió un indescriptible laberinto.

El coronel Vargas, que mandaba el batallón Libres de Ayacucho, custodió la artillería sin hacer fuego, temeroso de herir a amigos y enemigos ahí mezclados.

Y así fue que –dicen los panicistas– como de vencedores pasamos a vencidos, merced a la vileza de nuestros adversarios.

Cáceres entró triunfalmente a la ciudad natal, rodeado de sus parientes, amigos y partidarios, que le aclamaban con frenesí.

Las tropas prisioneras pasaron preventivamente a sus cuarteles, seguras de un buen tratamiento.

Al día siguiente, 23, Cáceres decretó que se juzgue en Consejo de Guerra verbal a los coroneles Arnaldo Panizo, Pedro Mas, Enrique Bonifaz y Juan Vargas; poco después hizo cortar los procesos y les indultó la pena, en atención a que se necesitan todas las fuerzas del país para combatir al enemigo extranjero.

Los jefes, oficiales y tropa de la que fuera la división Panizo, se alistaron en las filas caceristas; pero como 800 individuos se aprovecharon de la confusión de los primeros momentos para escapar a sus hogares.

Cáceres, con su conocida actividad, se dedicó a poner las tropas en pie de guerra para continuar la campaña en el departamento de Junín.

El coronel Belisario Suárez se encuentra a 14 leguas de Arequipa, destacado en el puente de Pampas quiere atraerlo a sus banderas y para ello le envío una calurosa invitación, invocando sus sentimientos patrióticos.

Suárez resistió a los halagos, sospechando las maniobras de Cáceres para escalar a la primera magistratura, proclamando la guerra sin cuartel al chileno; declaró lealmente que sirve a Montero, presidente en ejercicio.

Cáceres ejercía en Ayacucho una pesada dictadura. Disponía de las arcas fiscales, percibía las contribuciones, contraía deudas a nombre del Gobierno e imponía tributos extraordinarios para alimentar, vestir, equipar y amunicionar a su gente.

Todos obedecen, pues les sugestiona con sus discursos patrióticos y su fe profunda en la victoria, que comunica a cuantos le escuchan.

Sus numerosos parientes le ayudan con desprendimiento, pues su familia goza desde antiguo de alto prestigio en la ciudad. La juventud se exalta al ver a su lado a su consorte Antonia Moreno y Leiva, con sus tres hijitas, compartiendo con su marido las penalidades de la campaña, en honor de la patria. Su pasado le rodea de una aureola gloriosa.

Su conducta en las batallas de Tarapacá, Chorrillos y Miraflores popularizó su nombre y le dio prestigio para ponerse a la cabeza de las huestes serranas. Los indios le consideren un ser superior. Se descubren desde que le divisan y se arrodillan en su presencia.

El escucha con paciencia suma sus interminables discursos, pues sabe no solo la lengua quechua, sino que los dialectos regionales. A cada cual habla en su lengua materna y les asegura que defenderá sus chozas y nadie tocará sus llamas o carneros.

El 1 de junio se dirigió a los pueblos, anunciándoles su partida al campo de honor para el 1 de julio. En efecto, en esa fecha salió de Ayacucho entre las bendiciones de la población rumbo a Izcuchaca por la ruta de Huanta, Ascobamba, Huancavelica. El ejército recibió víveres en todas esas estaciones, hasta el puente de Izcuchaca en donde monta guardia una columna de voluntarios, comandada por el respetable vecino de Ayacucho Tomás Patiño. 

Ahí fijó el Cuartel General para sus futuras operaciones, cuyo objetivo se traducía en la destrucción de la División Gastó. He aquí la concepción estratégica de sus lucubraciones:

El coronel Gastó marcharía por un flanco, vía Comas, para ocupar las alturas de Apata, entre Concepción y Jauja para caer sobre cualquiera de ambas plazas, según se lo aconseje el efectivo de esas guarniciones.

El coronel Máximo Tafur (no confundir con su germano Manuel, jefe del Estado Mayor General), describiendo un extenso arco, se dirigiría al puente de La Oroya, por los senderos de Chongos y Chupaca; atacará la guarnición hasta exterminarla y procederá a la destrucción del puente para aislar a Del Canto, tras de los Andes, cortando su retirada en el paso de Mantaro.

Los jefes de guerrillas entrarían en actividad, hostilizando sin cesar al enemigo, para cansarlo y debilitar su moral.

Los montoneros de Huarochi y Canta, dirigidos por el comandante Bentin, infestarían ambas quebradas y cuando el enemigo menos lo piense, amenazarían los puentes del Puruguay, Infiernillo y Verrugas.

Los propietarios del valle del Mantaro, desde el puente del Oroya al sur movilizarían toda su gente, interceptando las comunicaciones, alejando el ganado, agotando los víveres y manteniendo una alarma continua con pequeños combates que obliguen al enemigo a una vigilancia continua y al consumo de municiones.

 El general anunció que atacaría en el momento oportuno a Marcavalle y Pucará, posiciones avanzadas de la División Del Canto para continuar al norte hasta deshacer las fuerzas separadas de Chicla, su base de operaciones y perdida su línea de comunicaciones por Chicla, Casapalca, Morocha, Oroya y Tarma.

Esta combinación estratégica le permitiría encerrar a los chilenos en una amplia tenaza, incomunicarlos con Lima y batirlos al detalle. Le facilitan la ejecución de tal intento la topografía del teatro de operaciones, el estacionamiento desperdigado de las tropas chilenas y la capacidad probada de los soldados de la sierra, acostumbrados a largas y rápidas marchas.[1]

Cuenta todavía con un elemento poderoso para debilitar los efectivos chilenos: las mujeres.

Los invasores se batían hasta morir, por carácter de raza, por orgullo de vencedor, por disciplina y espíritu de cuerpo, y también porque sabían que el herido recibía indecibles torturas de parte de los indios, antes de rematarle y colocar sus cabezas en las puntas de las lanzas; y a veces, también los brazos y las piernas eran paseados como trofeos por las altas cumbres al son de los tambores y de los cuernos.

Pues bien, todas las comunidades recibieron orden de enviar a las guarniciones a las indias más jóvenes y bien parecidas a hacer amistad con la tropa; les obsequiaban alcohol, y les invitaban a comer cazuelas.

Nuestra tropa tiene muchas y altas cualidades; pero los ojos lánguidos de una cholita convierten a los tigres en mansos corderos y una botella de cañazo les hace olvidar el cuartel, faltar a la lista y consumar una deserción, delito atroz que en campaña tiene pena de la vida.

La cholita, convertida en camarada, le lleva ante el corregidor quien le promete trabajo y buena vida y con todo cariño pues así lo había ordenado el Taitita Cáceres, le conducen de pueblo en pueblo, a las montañas del Chancamayo, donde los terratenientes les dan buen trato, apreciadores de las aptitudes y fuerza del chileno para las faenas de campo.

Decenas de desertores fueron a dejar sus huesos en esas apartadas regiones; muchos arrepentidos se presentaban ante los piquetes de reconocimiento como prisioneros fugados.

Nuestros oficiales no escaparon a estas amorosas asechanzas; bellas niñas de sociedad se prestaron patrióticamente a jugar con fuego y, naturalmente, se quemaron.

El general llegó el 20 junio a Izuchaca, demoró su estada a Huancavelica, para completar el equipo de la tropa y darles un diario en dinero de los subsidios que tenía listos Tomás Patiño, nombrado recientemente prefecto del departamento.

En Izcuchaca tuvo la grata sorpresa de encontrar al coronel Miguel Gálvez, a la cabeza de 2000 guerrilleros perfectamente organizados. Premió su entusiasmo, confiándole el mando de la columna Izcuchaca, vacante por la promoción de Patiño al rango de prefecto.

Recibió también la noticia del primer asalto de los montoneros a Marcavalle y de que se aprontaban para un segundo ataque al mismo punto, por ser el centinela más avanzado del enemigo, camino del sur.

Después de un día de descanso, salió el general, seguido de sus ayudantes y escolta, a reconocer los pueblos de Ascotambo, Nahuimpuquio, Tongos y Pasos y demás lugares de acceso que rodean a las poblaciones de Marcavalle y Pucará.

Recibió en este día un nuevo contingente de 6oo lanceros de Ascoria, que aumentará con dos compañías más en la semana próxima.

Para dar cohesión a estas tropas guerrilleras, las organizó en tres divisiones, cada división en dos batallones de 500 plazas cada uno, lo que formaba un contingente de 6000 combatientes.

Dispuso que la División Vanguardia, a cargo del coronel Gastó, marchase a ocupar la banda izquierda del Mantaro, y pasando por Comas, la población rebelde por excelencia, se alistase para ocupar los desfiladeros de Apata. La segunda división marcharía de frente el 29; la seguiría a su tiempo el general con el grueso de las tropas.

El aumento del contingente le obligó a un mayor abastecimiento de coca; el prefecto de Ayacucho, coronel Morales Bermúdez, requisó esta yerba en las provincias de Huanta y La Mar y surtió el almacén del ejército.

El coronel Máximo Tafur, que tenía la comisión de cortar el puente de la Oroya, recibió el refuerzo de las columnas de los comandantes Toledo, Arauco y Mesa, que marchan a su destino por las cumbres de la cordillera occidental, para no dar sospechas a las guarniciones del valle de Jauja, desperdigadas desde Tarma a Huancayo.

A las 11 am del 29, Cáceres se movió en dirección a Ascotambo, en donde acampó con las precauciones debidas, para no ser notado por el enemigo. Recibió aquí el parte de los dos ataques emprendidos por sus guerrilleros contra el puesto enemigo de Marcavalle, en el cual permanece aún este, reducido a una sola compañía.

Resolvió esperar para que los coroneles Gastó y Tafur llegasen a sus respectivos destinos. El primero a Concepción o Jauja, y el segundo al puente de la Oroya.

Anunciaron dos brillantes victorias alcanzadas sobre los chilenos en Marcavalle en tanto preparaba el ataque general destinado a liquidar a la División Del Canto.

Había ocurrido lo siguiente. El sábado 3 de junio a las 7 am, varios cuerpos de montoneros atacaron la avanzada chilena establecida en Marcavalle, 5ª compañía del batallón Santiago y cuatro carabineros, mandada por el teniente Juan Crisóstomo Castro, con el subteniente José Domingo Briceño. El teniente formó la compañía y se defendió en una altura vecina, a la vez que avisó a Pucará.

El comandante de la plaza mandó en su auxilio al teniente Antonio Cervantes, con los subtenientes Belisario López y Juan Ortega y 90 hombres de la 1ª compañía del 5º de Línea.

A las 10:30 llegó el refuerzo. Dejó al teniente Castro que defendiera el campamento y con su compañía y 30 hombres del subteniente Briceño atacó al enemigo y lo rechazó hasta el pueblo de Pasos. Durante el tiroteo murió a bala el cabo 1º Manuel Jesús Osorio y resultó herido en el brazo el soldado José Antonio Jara, ambos del Santiago.

El segundo ataque tuvo lugar el 28 de junio. Guarnecía a Marcavalle una compañía del Santiago, mandada por el capitán José Ríos con el subteniente José Domingo Briceño y 95 plazas.

A las 3 pm recibió el ataque de numerosos indios, montoneros y 70 soldados armados de Peabody.

El capitán contestó los fuegos y avisó a Pucará. A las 4:30 el enemigo avanzó por lo que Ríos ocupó una loma vecina y ahí se sostuvo bravamente. A las 11 pm salió el refuerzo de Pucará, a cargo del capitán Diógenes de La Torre, compuesto de 90 infantes del Santiago y una pieza de artillería. Llegó a las 3 am al lugar de la acción, enviando a una altura a la derecha al capitán Ríos con 60 hombres; al subteniente Briceño a otra altura de la izquierda y De la Torre con 90 hombres y una pieza de artillería permaneció en el centro.

En la mañana, como el enemigo quiso venírsele encima, tomó la ofensiva, deshaciendo la montonera y la persiguió hasta el pueblo de Pasos, en donde los indios trataron de rodearlo, en número de 2000 más o menos y una columna de 80 plazas, armada de fusiles Peabody.

El mayor Domingo Castillo, llegó con algunos carabineros al campo de la refriega. Notando que los montoneros arrastraban dos cadáveres de nuestros soldados, reunió la gente, cargó y logró rescatar a uno ya decapitado, pues los indios enarbolan las cabezas de los enemigos en las puntas de las lanzas, y las conservaban como trofeos en las aldeas, después de pasearlas con gran algazara de cumbre en cumbre, al son de pitos, cuernos y tambores.

Como viera grande indiada en las vecindades del río, ordenó al capitán De la Torre que regresase al campamento de Marcavalle, a continuar la vigilancia del frente.

Sufrió dos muertos y cuatro heridos graves.

El coronel Del Canto veía venir un levantamiento general, en momentos bien difíciles, por la falta de víveres, la escasez de municiones y la aparición del tifus, epidemia reinante en la sierra en esta época. Para combatirla, carecía de medicinas, de abrigos y personal médico.

La manutención de las guarniciones por las localidades que ocupaban se hizo imposible. El rancho costaba en Huancayo 50 939 soles y la recaudación ascendía a 25 000. Se tomó un contratista de víveres, acreedor a la fecha por buenas sumas. El consumo de víveres exigía 25 000 soles; apenas se juntaban diez mil.

En Concepción, Tarma y Jauja ocurría lo mismo. Los impuestos a las municipalidades casi nada producían; Tarma, la más rica, apenas entregaba diez mil de los veinte mil soles que le asignó el comando. A la verdad, la pobreza era general, debido a la insubordinación de los pueblos indígenas, a los fuertes cupos exigidos por el general Cáceres y a la paralización de la industria y el comercio por causa de la guerra.

El coronel se dirigió al jefe del Estado Mayor General en este sentido y solicitó que el abastecimiento del ejército se hiciera por la Intendencia General.

Había orden de exterminar a los revoltosos, pero no era posible matar a centenares de miles de indios, que aumentaban mientras más caían. Como la línea de ocupación era demasiado extensa y sus guarniciones débiles, por falta de tropa, el comandante en jefe determinó reunir una Junta de Guerra para ilustrarse con su dictamen.

La Junta se reunió y levantó la siguiente acta:

En Huancayo, a nueve días del mes de junio de 1882, reunidos en junta de guerra el jefe de la División, coronel Estanislao del Canto, coronel Eulogio Robles, tenientes coroneles José Miguel Alcérreca, Marcial Pinto Agüero y Eleuterio Dañin, sargentos mayores Domingo Castillo, Emilio Contreras y Rafael González, y el secretario de la División Isidoro Palacios, acordaron reconcentrarse en la ciudad de Tarma, por las consideraciones siguientes:

  1. Por no existir en la infantería más municiones que las necesarias para la reconcentración.
  2. Por estar interceptadas todas las vías de comunicación y porque para obtener recursos, sería necesario custodiar cada convoy con la tropa de la misma División, situación verdaderamente insostenible, a consecuencia de la epidemia de tifus que aflige al ejército.
  3. Porque estando reducida la esfera de acción de del ejército solamente a las pequeñas poblaciones circunvecinas, y no teniendo estos recursos para sus propios habitantes, la manutención de las tropas es completamente insostenible.
  4. Porque para la provisión del ejército no existe hoy sino un quintal de café, un barril de grasa y ocho sacos de papas, quince quintales de sal, cuarenta sacos de cebada y cerca de cien animales vacunos, alimentos deficientes para el rancho de un día.
  5. Porque el contratista de la provisión del ejército no puede continuar abasteciéndolo por los motivos ya dichos de interceptación de los caminos por los montoneros.
  6. Porque existiendo en Concepción y Jauja guarniciones de solo una compañía, y no pudiendo reforzarse estos destacamentos a consecuencia de la escasez de víveres, quedan expuestos a ser asaltados por fuerzas superiores.
  7. Porque necesitando reforzar la guarnición de La Oroya y ocupar otros puntos intermedios a fin de obtener una comunicación expedita desde Chicla, se hace indispensable la reconcentración para no dejar puntos expuestos a ataques.
  8. Porque se hace difícil por ahora, y en pocos días más imposible, el forraje para la caballería y para las mulas de la artillería.
  9. Porque la División está en un lamentable estado de salubridad, pues en la actualidad hay cuatrocientos setenta y tres enfermos, siendo de notarse que ha habido doscientas treinta y siete defunciones a causa de la epidemia y setenta y tres muertos por el enemigo, sin contar las defunciones de oficiales e individuos del cuerpo sanitario.

En fe de que esto es nuestro modo de pensar, suscribimos la presente,

Estanislao del Canto, Eulogio Robles, J. M. Alcérreca, Marcial Pinto Agüero, Eleuterio Dañin, Domingo Castillo, Rafael González, Emilio Contreras, Isidoro Palacios, secretario letrado.

Remitió esta acta el jefe del Estado Mayor General y le solicitó a la vez el envío de 50 a 100 tiros por plaza Gras y Comblain, víveres y forraje, en convoyes bien resguardados, por haber montoneros y un batallón organizado en las alturas de Huari, Pachachaca y Oroya.

La marcha de repliegue sobre Tarma había quedado dispuesta para el día 9 de julio, bajo la más absoluta reserva, dada personalmente a cada jefe, pues no podía consignarse en la orden del día, por el estado de ánimo de las poblaciones. La evacuación de Huancayo no pudo efectuarse en la fecha fijada, por el ataque de Cáceres a la guarnición de Marcavalle.

El general Cáceres había madurado fríamente su plan de ataque contra Marcavalle y Pucará, el primer puesto defendido por el capitán Diógenes de La Torre, con la cuarta compañía del Santiago y el segundo por el capitán ayudante, Pedro Pablo Toledo, con dos compañías del mismo cuerpo, golpe debía darse al amanecer, para lo cual distribuyó la gente en esta forma: Batallón Zepita 2º de Línea, Batallón Izcuchaca, coronel Miguel Gálvez y columnas de guerrilleros de Pasos, Tongos y 2ª de Pampas, a las órdenes del jefe de guerrillas, teniente coronel Justo Segura.

Esta ala combatió, dirigida personalmente por el general, con su cuerpo de ayudantes, cuatro piezas de artillería rayada de retrocarga, la Escolta de Honor y el Escuadrón Cazadores de Perú.

El centro, a cargo del comandante en jefe del Ejército, coronel Francisco de Paula Secada y del coronel Manuel Cáceres, compuesto del batallón Tarapacá 1º de Línea, teniente coronel Mariano Espinosa; las columnas guerrilleras de Huanbamba y primera de Pampas, con su jefe el teniente coronel Domingo Cabrera y dos piezas de artillería.

La izquierda, a cargo del jefe de Estado Mayor General, coronel Manuel Tafur, y del coronel Arturo Morales Toledo; y el comandante de la II División, coronel Justiniano Arciniega, compuesta el Batallón de Línea Huancayo, con las columnas guerrilleras de Ascoria, Calesbamba, Huando, Ascotambo y Pillichaca. Los cerros de esta ala dominaban por completo las localidades de Marcavalle y Pucará.

A las seis de la tarde, después de un abundante rancho, el general movió sus tropas a tomar las posiciones designadas a cada unidad, operación que se efectuó con todo sigilo y en el mayor silencio.

A media noche, los asaltantes durmieron sobre las armas.

El jefe del destacamento, capitán Diógenes de La Torre, observaba toda la vigilancia del caso. Para evitar un ataque sorpresivo, destacó en la noche una avanzada de ocho individuos a las órdenes del subteniente Demetrio Venegas, que se colocó en el divisadero La Carita, a ocho cuadras del campamento.

A las 5:30 am las compañías primera y segunda del Tarapacá, que avanzaban silenciosas, al ¿quién vive? del centinela de La Garita, contestaron con una descarga cerrada.

El subteniente Venegas rompió a su vez el fuego, en defensa del puesto. A poco rato se replegó al campamento por orden de su capitán, haciendo fuego en retirada.

El capitán De la Torre, a los primeros albores de la mañana, tendió la vista y abarcó de un golpe la situación. Enemigos por el frente y las alas, que coronaban las altas cumbres; tenía libre la retaguardia.

Antes que todo avisó al capitán ayudante Pedro Pablo Toledo, que se encontraba en Pucará con dos compañías; luego, reunió su gente y la arengó:

Somos chilenos, les dijo, y los chilenos no se rinden. Acordémonos del comandante Ramírez; imitemos su ejemplo. Mucha calma; mucha atención a mis voces de mando y a la de los oficiales. Vamos a retirarnos haciendo fuego. Apuntar bien, para contenerlos.

Se necesita tener el corazón. Bien templado para no amedrentarse. Las alturas dominadas por miles de fieras de honda y lanza, apoyadas por tropas de línea cuyas balas silbaban sobre sus cabezas, y las de la artillería por batería, haciendo retemblar los cerros vecinos. La indiada batía las lanzas, adornadas con cabezas o miembros de enemigos.

El capitán inició la retirada; aprovechó los accidentes del terreno para colocar en resguardo a los pelotones escalonados; extrajo las cápsulas de las cananas de los soldados muertos, y ordenó evacuar los heridos, relevándose los compañeros. La tropa se comportó admirablemente. Apuntaba con calma y tras cada tiro, un enemigo menos.

La vía crucis duró cuatro horas, durante las cuales la compañía perdió 16 vidas. Al teniente José Retamal, al subteniente Elías Garay y 14 hombres de tropa. A seis cuadras de Pucará llegó el refuerzo del ayudante Toledo, dos compañías, lo que le permitió salvar a diez heridos que trasporta difícilmente.

El mayor Domingo Castillo, al mando del 5º de Línea, acudió al ruido del cañón con el mayor Fernando Pérez, el ayudante teniente Luis Leclerc y 30 carabineros.

Dio al mayor Pérez orden de retirarse hasta un lugar donde pudiera cargar con éxito la caballería; volvió a Zapallanga para regresar con el resto del Santiago. En tanto, avisado Del Canto, acudió con una fuerza respetable.

El enemigo se retiró a las cumbres y el coronel Del Canto dispuso la inmediata concentración en Huancayo.

En este combate las fuerzas chilenas tuvieron 19 muertos, entre ellos dos oficiales, y 12 heridos.

La urgencia para partir en auxilio de las compañías comprometidas con el enemigo y la orden de replegarse sobre Huancayo no dio tiempo para retirar del cuartel de Zapallanga una caja con la documentación del cuerpo y el vestuario de repuesto de dos compañías. Se perdieron igualmente los fusiles de los muertos en esta función de guerra que no se recogieron por atender a los heridos, los cuales habrían sido decapitados por los indios si se les dejaba en el campo.

Del Canto, ceñido estrictamente a la verdad dio la siguiente Orden del Día:

En la mañana de hoy, el enemigo atacó la compañía del batallón Santiago 5º de Línea, que estaba de avanzada en Marcavalle y le hizo 29 bajas de tropa y dos oficiales.

El número de tropas que atacó a la compañía del Santiago fue diez veces mayor; y en estos casos, es cuando el chileno se pone de pie, invoca el nombre de la patria y sabe morir a la sombra de su bandera.

Soldados del Ejército del Centro:

Confianza en vuestros jefes y oficiales y serenidad en la acción, os lo pide el que suscribe, para que veáis vengada la sangre que hoy han vertido los nuestros.

E. del Canto.

El general Cáceres no observa la misma franqueza. Al contrario, falsea la verdad al comunicar a las autoridades de su dependencia, la destrucción total del Batallón Santiago y la fuga de Del Canto ante el empuje de su gente.

Ignoro las bajas del enemigo, dice en su parte oficial; solo he visto con impresión algunas cabezas de ellos en las puntas de las lanzas, que los indígenas traían como trofeos de guerra; y por los jefes de los guerrilleros sé que el camino que han retrocedido es un reguero de sangre.


[1] Cáceres: La Guerra entre Perú y Chile, p. 189.