Combate de Sangrar

Editado por Rafael González Amaral

Nota: Este texto corresponde al tomo IV, capítulo VIII de la obra “Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico” original de Francisco Machuca y reeditada por la Academia de Historia Militar. Esta reproducción está autorizada por el editor para este sitio web y solo para fines educativos.

El mayor Virgilio Méndez, jefe del sector Chicla-Casapalca, envió a Las Cuevas al capitán del Buin 1º de Línea José Luis Araneda junto a los subtenientes Ismael Guzmán, Eulogio Saavedra y José Dolores Ríos con 74 individuos de tropa y un corneta, a vigilar los caminos por los cuales regresaría a Lima la división del comandante Letelier, a impedir las hostilidades del enemigo y a proveerla de municiones, que condujeron a lomo de mulas. En Canta se disciplinaba el batallón de este nombre, mandado por el coronel Manuel Vento y el mayor Emilio Fuentes, que tiene fama de buen instructor, pues hacía dibujos con el cuerpo, a toque de corneta. El Canta, perfectamente uniformado, usaba fusiles Peabody.

El capitán llegó a Las Cuevas a la 1 pm del 20 de junio con lluvia y nieve persistente, como ocurre a diario en la cordillera durante el invierno. Encontró unas pequeñas pircas de piedra redonda, vestigios de ranchos indígenas, cuyo techo y tijerales habían desaparecido usados para cocer el rancho de las tropas que por ahí operaban. El temporal persistía sin esperanzas de calma. La gente se guarecía bajo las frazadas tendidas sobre los fusiles afirmados en las pircas.

La posición no se prestaba para una defensa eficaz. El capitán tenía facultad de establecer su campamento donde lo creyera más conveniente para la custodia de la garganta.

A 750 metros, bajo el fuego de nuestros Comblain, se divisaban las casas de la hacienda de Sangrar, de Norberto Vento, padre del coronel antes mencionado, situadas en una pequeña llanada, de dos a tres cuadras, casi embutida en el ángulo de dos altas cumbres nevadas. La casa, con murallas de piedra y techo de fierro galvanizado, rodeada de corredores, constaba de cuatro piezas, dos a la derecha y dos a la izquierda del zaguán, comunicadas entre sí.

Para evitar el viento cordillerano, las piezas tenían solo ventanas al frente; a la espalda, ninguna. A derecha e izquierda de la casa, se alzaban humildes ranchos de quincha y techo de paja, para alojamiento de la servidumbre. Cien pasos al frente se halla la iglesia, edificio de piedra y techo de coirón, cuyo frente forma ángulo recto con el extremo derecho de la casa.

Para entrar a la iglesia, se atravesaba un corral de piedra, que servía de cementerio; a la derecha de este, hay otro corral, destinado a las bestias de los feligreses, que acudían desde leguas a la redonda, a misas o fiestas religiosas.

El capitán trasladó el grueso a Sangrar, en donde su tropa estaría abrigada durante la interminable tempestad que azotaba la cordillera; dejando apostado en Las Cuevas, al sargento 2º Germán Blanco, con 14 hombres, con orden de replegarse en caso de ataque.

El coronel Manuel Vento salió de Canta el día 24, con el Batallón Nº 1 de este nombre, fuerte de 240 plazas.[1] El batallón maniobraba como un cuerpo de línea, bajo la dirección del mayor Emilio Fuentes. Acompañaba al coronel una columna compuesta de 40 jóvenes voluntarios, perfectamente armados con fusiles y carabinas de precisión, mozos de distinguida posición social, que se batían, conscientes de sus deberes para con la patria.

A estos 280 hombres se unieron unos doscientos y tantos milicianos, mal armados, pero al mando de jefes y oficiales entusiastas, con un total de 400 a 500 combatientes, más o menos. Los mandaba el coronel José Simón Antay.

La indiada seguía a las fuerzas de Vento. Al toque del cuerno de alarma, repetido de cumbre en cumbre, acudían los indios como moscas, corriendo por el espinazo de las cordilleras, salvando precipicios y escalando laderas abruptas, al compás de un trotecito de burro, que traga leguas de leguas, sin esfuerzo, ni fatiga.

En Cuyahay tomaron conocimiento por el hacendado de Yantag Gregorio Romero que fuerzas chilenas ocupaban Sangrar. El 25 pernoctaron los expedicionarios en la cordillera de Ocsamachay, bajo una espesa nevada. Al amanecer, salieron de exploración el mayor Fuentes y los jóvenes Andrés Hidalgo, Wenceslao Vento y José Bravo (hijo), quienes ubicaron la situación de las fuerzas chilenas.

A su regreso, el coronel reunió Consejo, para deliberar acerca de la conveniencia de atacar al día siguiente, 27 de junio, para dar tiempo a que se le unieran dos compañías que avanzan de Asunción de Huaraza, provincia de Huarochiri, a cargo del mayor Telésforo de Ortecho y los tenientes Dionisio Pimentel y Cipriano Hurtado.

Por fortuna para los chilenos, la mayoría del Consejo, presionada por el entusiasmo de la juventud de la Columna Voluntarios, resolvió el inmediato ataque. Si se hubiera diferido la acción para el 27, se habrían unido a Vento unos 150 a 200 soldados más.

En consecuencia, Vento y su gente marcharon en demanda del enemigo, descendiendo de la cordillera de Ocsamachay, hasta Colac.

Araneda enviaba diariamente un piquete en busca de reses y chuño (papas secadas al hielo) para el rancho, pues los destacamentos cordilleranos viven de la comarca. Cuando no resultan las requisiciones, el soldado se hace una cruz en el estómago, tiende la frazada, se cubre con el capote y hasta mañana.

Ese día salió el servicio de requisa camino de Canta. El sargento 2º Zacarías Bysivinger con el cabo 2º Bernabé Orellana y los soldados Evaristo Tapia, José Sepúlveda, Calisto Ibarra, Juan del Carmen Muñoz y Manuel Gálvez. Como guía, les acompaña el arriero Mella, montado en una mula.

El pelotón se dirigió al fundo de Capillojoc, de Rosa de la Torre, en demanda de verduras y sal. Otro piquete marchó a las quebradas vecinas en busca de reses, compuesta de cuatro soldados, a las órdenes del cabo 2º Julio Oyarce.

Araneda tenía su tropa en dos porciones: 15 individuos en Las Cuevas; el resto en Sangrar. Tres centinelas guardaban este campamento: uno al norte, sobre un altozano, vigilando el camino de Canta; el segundo en una colina, mirando a Las Cuevas; y el tercero, en el cementerio frente a la iglesia,

Desde el mismo día de su llegada, Araneda desprendió sendos piquetes de reconocimiento por los caminos de Canta y La Oroya. El 21 se aprehendió a un paisano que declaró la existencia de soldados peruanos por los alrededores. En la tarde del mismo día, pasa en dirección a Lima, el diputado peruano por Canta Pedro María del Valle con una comitiva de doce personas. Exhibía pasaporte del general en jefe, como miembro que se dirigía al Congreso de Chorrillos.

El señor Del Valle comunicó a Araneda que en Canta acampaban 700 soldados, de los cuales 400 tenían uniforme y armamento de retrocarga. Su jefe era el coronel Vento.

El 22 hizo una remesa de municiones al comandante Letelier, en una recua custodiada por un cabo y cuatro soldados.

Poco antes de mediodía tuvo conocimiento que andaban soldados por los alrededores por dos viajeros que llegaron al campamento, víctimas de los montoneros que los habían asaltado y desnudado. Poco después, como a mediodía, se sintieron tiros apagados por el lado de Canta. Araneda no le dio importancia, por la costumbre de capturar la caza mayor a tiros.

Reforzó al centinela Pérez del altozano con otro número y despachó al cabo Urbano Loreto a llamar a Bysivinger.

Vento, acampado en Colac, divisó a la gente de Bysivinger y se alistó para sorprenderlos, ocultando su tropa a uno y otro lado del sendero. El piquete bajaba tranquilo y una descarga cerrada de 300 fusiles, 150 por lado, los dejó a todos tendidos en tierra.

El soldado José Sepúlveda, solamente herido, se levantó y corrió en dirección a Sangrar. El enemigo lo alcanzó y remató.

La tropa despojó a los caídos de sus armas y uniformes; la indiada se apodera después de los cadáveres y según la costumbre secular, les cortó la cabeza, para pasearlas por las alturas al son de cuernos y tambores.

La mula del arriero Mella, alivianada del jinete y asustada por la descarga salió disparada en dirección al campamento. La bestia sin jinete reveló a Araneda la proximidad del enemigo.

El centinela Pérez hizo bajar a su número dos a anunciar a su capitán la presencia del enemigo. El cabo Loreto, regresó con igual noticia. Araneda montó en la mula para observar el avance de los contrarios; a poco andar, recibió las primeras balas de las alturas.

Volvió, hizo tocar tropa, distribuyó el rancho, se llenaron las caramayolas, se aumentó la dotación de las cananas a 200 tiros y envío al soldado González a llamar por señales al destacamento de Las Cuevas.

Descontados los siete muertos en la emboscada y habiendo regresado los cinco hombres en comisión en Junín, Araneda sumaba 72 combatientes incluidos él, los tres subtenientes y el corneta. Este último, José Gavino Águila, era un muchacho de doce años, hijo del cuartel, endurecido de alma y cuerpo durante la campaña entre los buines.

Descontados los 15 soldados de guarnición en Las Cuevas, el centinela Pérez que quedó aislado y el soldado González que se unió al grupo en Las Cuevas, Araneda distribuyó en el sector de las casas de Sangrar al remanente de 55 hombres de la siguiente manera:

En el corral de ganado los 5 hombres que anduvieron de comisión en Junín, al mando del cabo Oyarce. En el cementerio, frente a la puerta principal de la Iglesia el subteniente Guzmán con los cabos Mena, Jaña y Barahona y 12 soldados. El resto, dirigidos por el capitán Araneda y los subtenientes Saavedra y Ríos con 31 efectivos, se parapetaron en la pirca frente a la casa de la hacienda, defendiendo los costados norte y oeste.

Algunos críticos que han estudiado esta función de guerra creen que Araneda debió llevar su tropa a la altura en donde hacía centinela el soldado Pérez, pero eso es un profundo error. Pérez vigilaba el camino de Canta sobre un montículo en donde escasamente cabría la mitad de la gente de Araneda. Ahí habrían sido fácilmente exterminados desde alturas superiores por los fuegos cruzados del enemigo.

Además, el capitán habría tenido que abandonar el parque confiado a su custodia, depositado en las casas de la hacienda y privarse del agua y los víveres, o sea el ganado del corral defendido por el cabo Oyarce.

Vento dividió sus fuerzas en tres secciones, para asaltar de frente y por los flancos. Avanzó con todo sigilo, para acercarse lo más posible y evitar los fuegos del enemigo atrincherado.

La copiosa lluvia, que se alternaba con el nevazón, ahogaba el ruido de los atacantes, que por otra parte se arrastraban con cautela, hasta ponerse a 500 m de las casas de Sangrar.

Mientras el coronel Vento ganaba terreno, nubes de indios coronaron los cerros vecinos, listos para entrar en acción. Mientras tanto, formaban una imponente reserva.

Lista la gente, el corneta de órdenes del coronel tocó ataque; la tropa se lanzó al asalto en tanto la indiada descendió en las vecindades de Las Cuevas para rodear al sargento Blanco y su tropa. Era la una de la tarde en punto.

Araneda ordenó fuego individual, sin alza, apuntando con calma a la altura del estómago.

Se trabó el combate, con inusitada violencia y espantoso ruido, los disparos de los fusiles, los toques de las cornetas, pitos, tambores y cuernos de los indios, quedaban a veces apagados por el rodar de las galgas que chocan sobre las casas de Sangrar y las pircas de Las Cuevas, tras las cuales se había atrincherado la gente del sargento Blanco.

Durante tres horas, el fuego cruzado del corral, cementerio y la casa impidió al enemigo cortar el contacto entre el capitán, el subteniente Guzmán y el cabo Oyarce. El coronel Vento mandó un alto el fuego; un oficial se acercó al comandante chileno a proponerle de parte de su jefe respetar la vida de oficiales y tropa, si rendían las armas.

Araneda contestó que jamás y ordenó al corneta en respuesta: ¡calacuerda!

Vento redobló el ataque; la tropa enemiga se vino encima, a pesar del nutrido fuego que diezmaba sus filas. Ya no era posible sostenerse fuera. Araneda entró con su gente a la casa y Guzmán con Oyarce se refugiaron en la iglesia, donde se hicieron fuertes.

El sargento Blanco, a pesar de la muchedumbre de indios que le asaltaba, intentó por tres veces partir al enemigo y reunirse a su capitán; sus tres tentativas resultaron infructuosas y acorralado por las olas de enemigos que se suceden, sostenidos por alguna tropa regular, volvían a las pircas y ahí se sostuvieron disparando de mampuesto tiros certeros, que imponían respeto pues el que se acerca, cae.

Medio batallón del Canta, con el mayor Fuentes a la cabeza, embistió a la iglesia; pero ningún enemigo consiguió penetrar en ella. Fuentes ordenó poner fuego al techo; el coirón ardió como pólvora, el fuego se comunicó a los tijerales, la madera y la paja se encendieron y la capilla se llenó de humo.

Antes de morir asfixiado, el subteniente Guzmán ordenó armar bayoneta y cargó sobre el enemigo. Una salva saludó a los buines; algunos cayeron otros siguieron el movimiento, aunque heridos.

Una masa le separó de su capitán; no pudiendo unirse a él, se batieron en retirada en dirección a Las Cuevas. El sargento Blanco comprendiendo la maniobra y salió bravamente, haciendo fuego por descargas cerradas. El enemigo, entre dos fuegos, abrió paso y Guzmán y su gente se pudo unir a Blanco y abrigarse tras las pircas protectoras.

En tanto, por el lado de las casas reinaba el silencio. Cesó el fuego de uno y otro bando. Guzmán creyó perdido a su capitán y marchó con la gente camino a Casapalca. Un arriero llegó en esos momentos; Guzmán tomó su caballo y corrió a pedir refuerzos al comandante Virgilio Méndez, jefe de este cantón, que dispuso de tres compañías de diferentes cuerpos. Tomó una del 3º y otra del Esmeralda y marchó a Las Cuevas, distante seis leguas peruanas, desesperado de no poder trotar en esas alturas, donde reina el soroche; Las Cuevas está a 3500 m sobre el nivel del mar.

Araneda respira en tanto.

El coronel Vento ordenó cesar el fuego y nuevamente, primero con halagos, después con amenazas, le intimó rendición.

Araneda contestó ordenando al corneta tocar calacuerda. La resistencia exasperaba a los atacantes.

Vento procedió a incendiar las habitaciones de fajina que colindan con la casa de la hacienda que pronto se ve rodeada de llamas y de humo. Barreteros provistos de chuzos abrieron forados en las murallas, en tanto que individuos subían al techo para arrancar planchas de calamina y arrojar ramas ardiendo, empapadas en manteca liquida.

Vento dispuso el asalto general. La tropa cargó sobre la puerta de calle que permanecía abierta, para penetrar por el zaguán y acabar con los defensores.

Pero ahí estaban los buines con su capitán, impidiendo la entrada. Sobre el umbral, murió el alférez peruano Falcón; resultaron heridos los subtenientes del Canta Calderón y Patiño, que eran dirigidos por el capitán Zuleta. Las bajas chilenas resultaron también numerosas. Los oficiales tomaron los fusiles de los muertos, para aumentar la densidad del fuego.

La defensa tenía todo en contra: las balas, el fuego, el humo, la sed y el cansancio, pero se batían firmes, cazando a los enemigos del techo por el ruido que hacían al andar sobre las planchas, enterrando la bayoneta en los individuos que abrían orificios en las murallas y luchando a bala y arma blanca en la puerta de calle.

Un factor favoreció a los chilenos para el éxito de la puntería: las llamas de las habitaciones de los inquilinos alumbraban a los atacantes dejando en la sombra a los defensores.

A las dos de la mañana, convencido Vento de la inutilidad de sus esfuerzos y sabedor de que se acercaba la guarnición de Casapalca, recogió los muertos y heridos y regresó a Canta, en donde entró al día siguiente.

Le apresuró a tomar esta medida un oficio encontrado frente a las pircas de las casas, en que el comandante Letelier comunicaba a Araneda la llegada de 600 hombres en la mañana del 27.

Esta noticia la corrobora el soldado González, que había sido tomado prisionero, quien agregó que se estaba cocinando el rancho para esta tropa.

Ambas argucias produjeron efecto en el crédulo comandante Vento, que apresuró su retirada al norte, abandonando la presa.

Al amanecer llegó el comandante Méndez quien tuvo el agrado de encontrar al capitán Araneda, rodeado de sus dos oficiales y de siete soldados, que pasaron la dura faena de trece horas de rudo batallar.

El 27, como se avistó la descubierta del comandante Letelier, que bajaba la gran cordillera. Méndez y Araneda contramarcharon a Casapalca, donde el doctor Emiliano Sierralta del Cazadores, hizo la primera curación de los heridos que se enviaron desde Chicla a Lima por ferrocarril.

Las bajas de la compañía, sobre su efectivo de 79 presentes, incluso el niño corneta, ascendieron a 44. De ellos 24 muertos, 18 heridos y 2 prisioneros. El enemigo, como siempre, se llevó sus muertos y heridos, cuyo número exacto no se conoce, pero fueron bastantes.

Los jefes y oficiales del cantón felicitaron calurosamente a Araneda y cuando le preguntaron cómo había podido sostenerse con tan poca gente, contestó sonriente: el articulito 21 del título 22. En tal artículo de la Ordenanza General del Ejército, entonces en vigencia, decía sí:

Art. 21. El oficial que tuviese orden absoluta de conservar un puesto, a toda costa lo hará.

El combate de Sangrar mereció los aplausos de nacionales y extranjeros que justamente admiraban la heroicidad de esta función de armas.

Tócale dar nota discordante a la escritora peruana, Zoila Cáceres de Gómez Carrillo, conocida en el mundo de las letras con el seudónimo de Evangelina.

Dice la citada escritora:[2]

Bulnes pretende Ja guarnición que fueron héroes los que se defendieron en la casa de Sangrar; no obstante, cabe suponer que si les hubiese sido posible, habrían huido, conforme ocurrió con a los que estaban al lado de estos en Cuevas, los que lejos de auxiliar a sus compañeros, que se defendían desesperadamente, se dieron a la fuga, sin parar hasta que encontraron el grueso de la guarnición de Casapalca.

Los buines resistieron tenazmente porque les habían cortado la retirada y atacado sorpresivamente, porque no tenían por donde escapar y prolongando la resistencia, daban lugar a que viniesen a socorrerlos refuerzos de la guarnición que se encontraba en Casapalca, a tres leguas de distancia. Se podrá objetar que pudieron rendirse, más no era el caso pensar e rendirse; pueden los ejércitos que luchan a la vista mundial; que respetan y que temen los fallos de la crítica militar; pueden rendirse los ejércitos que disciplinados que se conducen según las leyes del honor y de la beligerancia; los que no desconocen treguas y los pactos que celebran; los que tienen la conciencia de que cumplen la dura ley de la guerra en el combate y de humanidad en el triunfo; pero nuestros combatientes los formaban dos puñados de hombres confinados en una quebrada andina, donde los atrincherados temían las justas represalias que por sus crímenes merecían; mientras que los otros, recién organizados, lejos de ofrecer garantías, estaban ansiosos de vengar las crueles ofensas recibidas. El valor de los buines en Sangrar fue obligado, como el que en una época posterior tuvieron los chilenos en Concepción. El capitán Araneda seguramente no ignoraba que la pequeña tropa que comandaba el coronel Vento, no ofrecía seguridad alguna a sus prisioneros; así, no le quedó otro recurso que luchar hasta el fin, como lo hizo. Existen situaciones en que se es héroe por fuerza.

La señora Gómez Carrillo confiesa que el ejército peruano no hacía prisioneros, porque los jefes eran impotentes para refrenar los feroces instintos atávicos de su gente.

Araneda tuvo mala suerte. Apenas salido de manos de Evangelina, cayó en las de Gonzalo Bulnes, cuya inquina contra el ejército se ejercita cada vez que se presenta la oportunidad.

Describiendo este hecho de armas, el señor Bulnes se expresa en estos términos:[3]

La acción de Sangrar revela un valor a toda prueba, pero una detestable pericia militar.

Araneda cometió el error de fraccionar su escasa fuerza y repartirla en grupos sin tener en cuenta la necesidad de mantenerla en block para el caso de un ataque sorpresivo, que todo le hacía prever.

Para Bulnes, las disposiciones de Araneda resultan disparates; para los militares que han estudiado la cuestión, en el mismo teatro del combate, la distribución táctica, que dio a sus efectivos, respondió al estudio del lugar y al conocimiento que tenía del enemigo.

La disposición táctica de Araneda consistió en tener alejado al enemigo, merced a los fuegos cruzados del corral guarnecido por Guzmán, el cementerio y la trinchera ocupada por él mismo. Y lo consiguió durante tres horas de 1 a 4 pm pudo evitar que el enemigo rodeara las defensas, es decir, la iglesia y casas de la hacienda. Después, cuando no pudo más; ambas posiciones fueron cercadas.

Si Araneda se encierra con su gente, en un solo punto, rodeado por enemigo, que no tenía más objetivo que su tropa, se habría echado encima todas las fuerzas asaltantes, con resultado desastroso.

En consecuencia, entre la distribución táctica recomendada por Bulnes y la adoptada por el capitán del Buin, aceptamos la de este último como la más conforme a la situación del momento, a los efectivos que debían entrar en lucha y a la naturaleza del campo elegido para el combate.


[1] Artículo del capitán Luis Escudero, ayudante de Vento, después coronel de ejército, publicado en el Nº 1651 de La Prensa de Lima.

[2] Cáceres, Z. Aurora: La Campaña de la Breña, t. I, pp. 269-270.

[3] Bulnes: Guerra del Pacífico, t. III, PP. 42-43.