Batalla de Chorrillos

Editado por Rafael González Amaral

Nota: Este texto corresponde al tomo III, capítulo XXXII de la obra “Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico” original de Francisco Machuca y reeditada por la Academia de Historia Militar. Esta reproducción está autorizada por el editor para este sitio web y solo para fines educativos.

El general, liquidado el enemigo en toda la línea, se impuso de la situación táctica de ambos ejércitos.

Tenía al frente al coronel Iglesias con efectivos respetables en el Morro Solar, cerro de la Calavera y Salto del Fraile. La Reserva se había replegado sobre Chorrillos y gran número de derrotados se parapetaban en la población. Los peruanos tenían el libre el ferrocarril a Lima, para el transporte de hombres, municiones y víveres. El puerto cerrado con torpedos y minas impedía el acceso a la escuadra chilena. Por fin, por el flanco derecho se cierne la amenaza de un ejército atrincherado y fresco, cuyo número real no se conoce, pero que puede venirse encima, sea para reforzar a los defensores del Morro Solar y Chorrillos, sea para buscar la revancha de la derrota matutina en una nueva acción contra tropas naturalmente cansadas y empeñadas en batalla aún no resuelta en forma definitiva.

Esto, con respecto al enemigo. Con relación a su ejército, el general Baquedano tomó en cuenta las siguientes circunstancias:

  1. La tropa debe haber consumido la ración de fierro que se le repartió para dos días. De todas maneras, necesita avituallar al ejército para el tercer día y siguientes.
  2. El gasto enorme de municiones exige urgente reemplazo.
  3. Los víveres y animales en pie traídos por el Bagaje, los consumen los numerosos heridos, cuyo número supera a los más prudentes cálculos.
  4. La bahía de Chorrillos se hallaba obstruida por líneas fijas de torpedos y minas.
  5. Esperan frente a la costa de Chira numerosos buques cargados de víveres y municiones, listos para desembarcar una vez conquistado un lugar de acceso.

Se impuso la conquista de Chorrillos y por lo tanto la del Morro Solar, que dominaba y defendía la población, donde se atrincheró el enemigo. Se precisaba el levantamiento de las defensas submarinas para facilitar la entrada de la escuadra a desembarcar los elementos necesarios e indispensables para continuar las hostilidades. También había que arrebatar el dominio del ferrocarril y una vez establecido sólidamente, se tomarían las medidas conducentes a la destrucción del ejército enemigo atrincherado en Miraflores.

Sabido es que el general estudiaba con calma las situaciones que necesitaba resolver, pero una vez tomada su decisión, la persigue fija y rectamente hasta el logro de sus fines con cuantos elementos tenga a mano, para lograr su objetivo. Como consideraba indispensable la captura del puerto de Chorrillos, tomó rápidamente las medidas para hacerlo.

Ordenó hacer alto a las Divisiones II y III y la Reserva en el terreno que ocupaban, para que los comandantes organizaran sus tropas, las hicieran descansar y las amunicionasen. Hizo que la I División continuara la persecución contra Iglesias, acogido en las inexpugnables posiciones del Morro Solar.

Concentró la artillería de Velásquez en la poblada y la caballería de Letelier en un potrero al norte de Santa Teresa.

Varios críticos censuraron al alto comando la decisión de tomar al asalto a Chorrillos y al Morro, cuando habría podido sitiar el Morro y bombardear el puerto, hasta rendir ambas posiciones. De esta manera, se habría economizado la sangre que costaron estas conquistas.

Es fácil y pintoresco trazar batallas y ganarlas en el papel, y hacer comentarios después de ocurridos los hechos. La literatura abundante y copiosa de los estrategas aficionados mueven los ejércitos que obran con asombrosa oportunidad.

Pero el general decidía en conformidad a la situación táctica del momento y a la necesidad de terminar la acción antes de la llegada de la noche, en un terreno desconocido para él y perfectamente estudiado por el enemigo en sus más ínfimos detalles, con las distancias medidas y los accidentes marcados con anticipación. Más aun, debía atender a las exigencias de curación y alimentación de cerca de dos mil heridos, asilados provisoriamente en las tiendas de las ambulancias, cuyos útiles y medicamentos solo podían reponerse con las existencias de a bordo.

En verdad, correría mucha sangre; pero el éxito era prioritario. La esencia del mando consiste en asegurar la victoria.

A las nueve de la mañana, Lynch se empeñaba seriamente en las faldas orientales del Morro.

El 2º y el Colchagua trepaban por la derecha; el Atacama y el Talca por el centro; el 4º y el Chacabuco por la izquierda.

La tropa llevaba cuatro horas de continuo pelear; sin dormir la noche anterior, caminando con todo el equipo, sin tiempo para hacer rancho. Agobiada por un sol de fuego, ascendió alturas inaccesibles, coronadas por fortificaciones que vomitaban granadas, metralla y lluvia de balas de ametralladoras y fusiles. Tanto esfuerzo la tiene cansada, aunque no desalentada. Los jefes y oficiales en primera fila; los coroneles Lynch y Urrutia a la cabeza, sirven de estímulo y entusiasman a la gente.

Los peruanos se laten con bravura y se alientan, al ver que por la línea férrea se divisan tropas y un tren blindado haciendo fuego de cañón.

Lynch avanzaba, aunque pausadamente. Consiguió tomar dos reductos y algunas trincheras, en que se pelea a bayoneta limpia; y aquí se hace fuerte.

Van seis horas de combate. Los infantes disponen de pocos cartuchos y los cañones de Gana cesan el fuego, y retroceden por el agotamiento de municiones.

La situación se tornó crítica por lo que solicitó refuerzos. En tanto, acribillado de frente, determinó tocar retirada; la línea retrocedió haciendo fuego, con decisión y sangre fría.

Iglesias ordenó entonces un violento contraataque; hizo bajar al coronel Borgoño, que acometió con violencia rechazando la línea chilena en una extensión de diez cuadras y procuró deshacerla con la potencia del nutrido fuego, especialmente de ametralladoras y artillería.

El avance peruano resultó brillante; pero es triste consignar que se manchó con el asesinato de los heridos quedados en el campo, como el del capitán von Moltke, conducido en hombros de su asistente y rematados ambos al arma blanca.

En tales circunstancias, se sintieron sonoros vivas por el sur y un violento fuego de fusilería. El comandante Soto emprendió un vigoroso ataque de flanco, tan pronto como el oficial vigía le anunció la retirada de Lynch.

Iglesias detuvo los cuerpos que llevaba en refuerzo de Borgoño; se volvió furioso contra Soto y lo agobió con un aluvión de proyectiles arrojados de arriba hacia abajo. El Coquimbo y el Melipilla, maltrechos, buscaron refugio en la altura anterior, para rehacerse. Tres veces repitió Soto la atrevida maniobra y las tres fracasó; pero consigue detener a Iglesias.

Baquedano, atento al desarrollo de la acción, mandó avanzar a la Reserva y la 2ª Brigada Barceló de la III División. En esos momentos Lynch hizo entrar al fuego al Atacama, última fuerza de que disponía y se clavó en el puesto.

El comandante Martínez, ante la inminencia del peligro, procedió de su propia inspiración y acudió en sostén de la I División, con los Regimientos Zapadores y Valparaíso, dejando de refuerzo al 3º, de suerte que cuando le llegó la orden de reforzar, ya estaba en medio de la pelea.

Lynch pudo respirar. Gana surtido de municiones avanzó con su Brigada y abrió un vigoroso bombardeo sobre el Morro, conjuntamente con las piezas de campaña de Velásquez, que taparon de granadas las mesetas del Morro y atrincheramientos vecinos.

El comandante Martínez entró en línea a las 10 ½ am por la derecha de la I División, con vivo fuego de avance.

Lynch, apoyado, ordenó el asalto general.

Mientras tanto, al otro lado de la cadena de cerros del sistema del Morro, se desarrollaba una ceremonia impresionante.

El comandante Soto tocó llamada de oficiales y los arengó con las siguientes palabras:

Señores, el coronel Lynch, debe estar en retirada; no se siente fuego. Hay que restablecer el combate escalando el Morro. Los tres batallones marcharán de frente, columna de compañía: el Batallón Melipilla a la derecha; el 1º Coquimbo al centro; el 2º a la izquierda. Yo iré veinte pasos al frente, con la bandera del Regimiento; si el enemigo me la quita, ustedes darán cuenta a su provincia.

El viejo comandante formó los tres batallones en columna cerrada; avanzó veinte pasos al frente, la espada en la diestra y la bandera en la siniestra, y gritó: ¡a la carga!

A los acordes de la diana de las bandas de músicos y los sones de calacuerda, de tambores y cornetas. Una horrorosa descarga, cuya primera víctima es el bravo Soto, recibió a los asaltantes; muchos cayeron, pero no importaba.  Adelante iba la bandera y los mineros conquistan la meseta a la bayoneta, bravamente defendida por los cuerpos de la división del coronel Noriega, que murieron en su puesto, sin echar paso atrás.

En esos precisos momentos resonaban por el norte y oriente los gritos de ¡victoria! ¡victoria! ¡adelante! ¡viva Chile! contestaron los melipillanos y los coquimbanos.

Era Lynch que llegaba; dos soldados le sostenían el caballo de la rienda para impedir que rodara por el inclinado desfiladero.

Se forma un círculo alrededor de la meseta, centro de la resistencia enemiga. El coronel Iglesias, ministro de la Guerra y comandante del I Cuerpo de Ejército, rindió su espada para cortar el torrente de sangre derramada. Se había batido como un león durante siete horas, sin esperanzas de ser socorrido.

El I Cuerpo de Ejército había llenado heroicamente la misión de defender a su patria, pues entre sus crecidas bajas, figuraron el coronel Pablo Arguedas, comandante de la III División; los tenientes coroneles N. Pinto de administración y Mauricio Odicio de artillería, muertos. Heridos los coroneles Carlos de Piérola, Justiniano Borgoño, Joaquín Bernal, Francisco Mendizábal y numerosos jefes y oficiales.

Junto con el coronel Iglesias, se rindieron los de igual graduación Guillermo Billinghurts, Arnaldo Panizo, Miguel Valle Riestra, José Rueda y unos cien jefes y oficiales de toda graduación.

La artillería continuó su nutrido fuego de granada, ignorante de la rendición del Morro; muchas estallaron sobre la cabeza de amigos y enemigos.

Un teniente del Coquimbo notando que flameaba una gran bandera peruana se subió por la asta y cortó la driza con el corvo y baja la gran bandera. Seguidamente, nuestros artilleros acallaron los disparos.

El Coquimbo se sintió orgulloso de este trofeo que actualmente se conserva en el Museo Militar.

Mientras la Reserva y la 2ª Brigada Barceló entraban a sostener a Lynch y la artillería de Velásquez arrasaba con los atrincheramientos del Morro, en unión de la Brigada Gana de la I División, el general ordenó que Sotomayor marchar sobre Chorrillos y que la caballería, conducida por Letelier, avanzase hacia el norte para vigilar al ejército en Miraflores.

El dictador, que estuvo en la mañana en el cerro de la Calavera y el Salto del Fraile, descendió a Chorrillos y de ahí se dirigió a la Escuela de Cabos, en donde dio orden al coronel Suárez de retirarse con la Reserva a Miraflores, donde le habían precedido, Cáceres y Canevaro por Barrancos, y Dávila por Surco. El dictador consideraba perdida la batalla y se alejó también al refugio de Miraflores, por la playa.

El general Sotomayor embistió a Chorrillos con la 1ª Brigada Gana de su División, que entró al fuego por la izquierda; y la 1ª Brigada Urriola de la III División por la derecha.

El coronel Gana desplegó al frente al Regimiento Esmeralda, dejando de reserva al Buin y al Chillán; Urriola desplegó al Aconcagua y lo sostuvo con el Regimiento Zapadores y el Batallón Navales.

El general quería terminar pronto. Mandó a la 2ª Brigada Barboza de la II División a encerrar a los defensores de Chorrillos, por el camino de Lima. Barboza envió al Lautaro por el norte que se adueñó de la línea férrea y de la carretera Chorrillos-Miraflores-Lima, conservando bajo su mano al Regimiento Curicó y al Batallón Victoria.

El general apretó más la mano. Ordenó al 3º de Línea que permanecía a retaguardia, pues el comandante Martínez lo había dejado de reserva, que se trasladase al norte de Chorrillos, en sostén de la derecha de Barboza y se uniese al Lautaro para arremeter a la plaza por el norte.

Los peruanos se sostenían con valentía. Su número era inferior a la fuerza asaltante, pero se atrincheraron en las casas, formaron barricadas en las calles, y tiraban parapetados desde el segundo piso y las azoteas.

Sotomayor ordenó el asalto, cuando algunos edificios empezaron a arder por efectos de las granadas. Los peruanos se afirmaron en sus posiciones y se empeñó una lucha encarnizada en las calles, en las plazas, en los patios de los edificios y dentro de las piezas.

No se pedía ni se daba cuartel.

Bastante tropa peruana ocupaba las azoteas, inabordables. Se habían cortado las escaleras, y cada puerta era una mina mortífera.

El coronel Isaac Recabarren, jefe de Estado Mayor de la Reserva, creía que puede cambiar la faz de la batalla sosteniendo a Iglesias. Solicitó al dictador un cuerpo, obteniendo el Zuavos (anteriormente el Zepita Nº 29) y lo condujo por las calles de Lima a la línea de batalla. Era tarde; agobiado por el fuego de frente y flanco, cayó herido. Su cuerpo se dispersó y corrió a encerrarse en Chorrillos, donde se atrincheró y fue exterminado. Lo acompañaron el Ancash Nº 25 y el Jauja Nº 23.

Irritados los asaltantes al ver caer a sus compañeros, mutilados por la dinamita, y furiosos por no poder apagar su fuego, incendiaron los primeros pisos; los defensores de las azoteas, para no morir asados se arrojaban a la calle, en donde los chilenos los pescaban al vuelo en la punta de las bayonetas.

Después de las doce, el Regimiento Concepción y el Batallón Bulnes, descendieron al barrio sur de Chorrillos, por la punta norte del Morro Solar, ya en nuestro poder, y entraron en acción por la espalda de los últimos restos peruanos.

Pronto terminó el combate al arma blanca por falta de enemigos.

En la agonía de la plaza, apareció Cáceres con un refuerzo de infantes traídos de Miraflores y un tren blindado con ametralladoras y artillería a cargo del capitán Lisandro Mariátegui. El jefe de Estado Mayor, general Silva consiguió reunir este contingente y se lo confió a Cáceres, para intentar el último esfuerzo en favor de Iglesias.

Cáceres cayó entre el Lautaro y el 3º; si no se pone en salvo con toda rapidez, allí quedaba cortado el coronel. El tren blindado, que no ejercía influencia alguna, retrocedió rápidamente ante las granadas que trataban de horquillarlo. Además, el activo comandante Stuven, levantó con sus pontoneros, por primera providencia, los rieles de la línea a la entrada de la estación de Chorrillos.

Los coroneles Suárez y Cáceres, se encontraron en Barrancos donde parece que hubo un altercado desagradable. He aquí como el segundo refiere el incidente:

Al ver que Suárez se retiraba tan tranquilo, no pude contenerme y le dije: No me explico su retirada encontrándose Iglesias combatiendo en Chorrillos; y sobre todo cuando pide refuerzo. El coronel Suárez me respondió que Iglesias había sido cogido prisionero a las 10 del día, y que la división que permanecía en la cima del cerro, se había retirado ya; las fuerzas que se ven allí son de los chilenos y el fuego que se oye es de ellos mismos, que se han entregado al saqueo, rompiendo las puertas de las tiendas y de las casas.

Y agrega Cáceres:

A pesar de esta explicación, continué mi marcha hasta Chorrillos, diciéndole: pues bien, yo voy a cumplir la orden del Estado Mayor. El coronel Suárez continuó su marcha a Miraflores. El Cuerpo de Ejército estaba íntegro a excepción de un batallón que Recabarren condujo por su propia cuenta en auxilio de Iglesias, y que fue deshecho en Chorrillos. Llegué a casa del señor Lafón, ciudadano francés, que me ofreció su mirador para observar el campo, y pude ver con mis anteojos que efectivamente, tropas chilenas ocupaban los cerros cercanos, a la población de Chorrillos.

Era la una del día.[1]

A las 3 pm se tocó llamada redoblada en todos los campamentos chilenos, para reunir las divisiones en los lugares designados por el alto comando que había permanecido entre Chorrillos y San Juan, al sur del camino real.

La I División Lynch, acampó cerca de la población de Chorrillos, al pie del Morro Solar, con frente al norte.

La II División formó en unos potreros a la derecha de la I; y la III a la derecha de la II, apoyando su ala derecha en San Juan.

La caballería forrajeaba a vanguardia, cubriendo el frente del ejército.

La artillería de montaña recobró el lugar correspondiente en las Divisiones, menos la Brigada Ferreira que pernoctó en el Morro, con medio Regimiento Coquimbo; y la de campaña se establecieron a retaguardia, en las cercanías de San Juan.

Terminadas las faenas de lista y parte, se distribuyeron a los cuerpos víveres y municiones.

Las recuas del comandante Bascuñán hicieron dos viajes a Lurín, para surtir el Parque que estaba muy debilitado con las dos acciones sucesivas, y traer raciones para el rancho de la tropa, exhaustas por el rudo trabajo del día.

Al atardecer las Brigadas nombraron sus grandes guardias y los cuerpos enviaron a vanguardia sus avanzadas. Después, cada cual se cubrió con el capote para dormir hasta el toque de diana.

El Superintendente del Servicio Sanitario, estableció dos grandes hospitales en la tarde del trece, uno en San Juan y otro en la Escuela de Cabos en Chorrillos.

La 1ª Ambulancia trabajó rudamente durante todo el día y la noche. Se colocaron los heridos en camilla, bajo carpas o en las enramadas de los campamentos enemigos.

El velero 21 de Mayo fondeó en caleta de la Chira, con una sección de Ambulancia, a cargo del cirujano José Contreras. Recibió y atendió 70 heridos.

La 2ª Ambulancia asiste 313 heridos en la mañana del 13. En la tarde y noche, este número ascendió a 653. De éstos, 28 oficiales, 577 individuos de tropa y 50 peruanos, clases y soldados.

En la mañana del 14 el doctor Gorroño transportó a los heridos al hospital de San Juan donde se habilitó una sala especial de operaciones, en que se efectuaron las siguientes: 11 amputaciones de piernas, 17 de muslos, 7 de brazos, 3 de antebrazo, 3 desarticulaciones del hombro y 9 desarticulaciones de dedos.

Se trabajó tesoneramente todo el 13. Al amanecer del 14, no hay un solo herido ni amigo ni enemigo en el campo de batalla de la III División. Se asistió a 17 oficiales, entre ellos a los comandantes Tomás Yávar y Joaquín Cortés.

En la mañana, la ambulancia terminó su traslado a las casas de San Juan, muy apropiadas, para hospital de sangre, por sus espaciosas salas rodeadas de jardines y numerosos departamentos para jefes y oficiales.

El mismo día, el doctor jefe, Absalón Prado, dejó aquí dos secciones a cargo de los doctores David Tagle y Juan de Dios Pozo y con el resto del personal se trasladó a la Escuela de Cabos, transformada en hospital fijo.

Los 500 chinos puestos a disposición del Servicio Sanitario prestaron inapreciables servicios en la recolección y transporte de heridos.

Sabido es que el soldado tocado por una bala, busca protección escondiéndose en el campo de batalla para ponerse a cubierto de nuevos proyectiles, de las maniobras de artillería o de las cargas de caballería. Hay que buscarlos con prolijidad, pues algunos se desmayan por la pérdida de sangre. A falta de perros amaestrados, los chinos desempeñan a maravilla este servicio.

Llega a tanta el ansia por alejarse del campo de batalla, que 30 heridos hicieron la caminata a Lurín, a buscar refugio en el hospital volante del doctor Jacinto del Río, quedado ahí con los 200 enfermos incapaces de llevar las fatigas de la marcha hasta el campo de batalla.

La Superintendencia levantó este hospital el 3 de febrero, después de evacuar heridos y enfermos a los hospitales de Lima.

Desde las 8 am del 14, nubes de chinos con sus decuriones, recorrieron trincheras, quebradas, cañaverales, zanjas, sin encontrar heridos.

Se hacinaron después los cadáveres para proceder al enterramiento o la incineración. La Intendencia General procedió con toda actividad al suministro de provisiones. Dávila Larraín, apenas terminó la batalla, dispuso que las secciones del Bagaje volvieran a Lurín en busca de víveres y municiones.

Las piaras de mulas hicieron tres viajes hasta el amanecer del 14, trayendo víveres suficientes para la ración de fierro de este día, y suficientes municiones para el abastecimiento de los parques divisionarios. Se dejó una sección de 150 mulas para el servicio interno de los campamentos.

El delegado de la Intendencia, Hermógenes Pérez de Arce, permaneció a la expectativa de la captura del puerto de Chorrillos para conducir a él todos los vapores y buques fondeados en Curayaco. Al efecto, hizo reembarcar las existencias acumuladas en este puerto, e incendió los pocos restos que no merecían el trabajo de reembarque, para evitar que cayeran en poder de los merodeadores, que pululan alrededor de los campamentos.

El ejército vencedor descansó de sus fatigas, merced a un sueño reparador, al pie de los pabellones, alumbrado por los resplandores del incendio de Chorrillos empezado en la tarde, primero por el bombardeo, después por el encarnizado combate trabado dentro de la población. De cuando en cuando se oían fuertes explosiones de las bombas ocultas en los edificios o el chisporroteo de las cápsulas de las cananas de los soldados muertos en la refriega de uno y otro bando, que consumió el incendio.

Los peruanos y algunos periodistas nacionales aseguraron que gran número de tropa desbandada había perecido, entregada a la borrachera y a la orgía. Pura fantasía.

Es exacto que soldados dispersos que nunca faltan en una acción de guerra, estimulados por el incentivo del licor se quedaron dentro de la ciudad y se entregaron a la bebida; pero estos malos soldados fueron pocos.

La disciplina durante toda la batalla se mantuvo con extremado rigor. Nadie avanzó más allá de la línea; nadie se quedó atrás.

Conocida es la historia del soldado de un cuerpo que, reprendido por el comandante por haberse quedado rodilla en tierra afirmado en el rifle, sin avanzar, contestó sencillamente:

Dispense, mi comandante, estoy bandeado.

La prensa de Chile, al propagar las exageraciones de los corresponsales, y en especial de los de ocasión, anónimos y sin responsabilidad, hicieron mucho mal al ejército y al buen nombre del país.

El enemigo ha tomado pie, de estas informaciones de los diarios chilenos para fabricar los más fantásticos comentarios.

El coronel Cáceres, después mariscal, dice en las páginas 100 y 101 de La Guerra entre el Perú y Chile.

Mientras tanto, Chorrillos ardía y el cielo refleja el color rojizo de las llamas; los disparos y descargas en serie no interrumpida, parecían haber convertido la población en teatro de un combate nocturno, cuya intensidad aumentaba por momentos.

Seguro de lo que había pasado y de la soldadesca chilena, entregada sin duda al saqueo y a la borrachera, se encontraba desorganizada completamente, incapacitada de oponer una seria resistencia a un ataque sorpresivo, y enérgico, pensé ser yo quien lo llevara a cabo, y abrigaba la profunda convicción de alcanzar buen éxito.

Inmediatamente me dirigí al general Silva y le propuse el plan que acababa de concebir, obteniendo su aprobación, pero agregando este que no podía autorizarme para tal empresa sin el consentimiento previo del dictador, a quien debía consultar. Llegado Piérola a las diez de la noche, el general Silva puso en su conocimiento mi propósito, pidiéndole al mismo tiempo su aprobación, y manifestándole la conveniencia de realizarlo. Pero el jefe supremo desechó, el proyecto, diciendo: “El plan del coronel Cáceres encierra un sacrificio estéril e inútil, porque el ejército chileno se encuentra formado en los alrededores de la población y los que saquean e incendian no son sino unos pocos”.

Piérola decía la pura verdad; pues desde las alturas que ocupaba el Cuartel General en Miraflores había visto formarse las Divisiones y Brigadas, y tenderse en batalla por cuerpos, en columnas por compañía, desde el pie del Morro Solar, donde se apoyaba la I División hasta San Juan, a donde alcanzaba la derecha de la III.

Si Cáceres se acerca, habría sido abrasado por una descarga general.


[1] Cáceres: op. cit., p. 99.