Cuando se comían cinco platos al almuerzo…

Patricia Arancibia Clavel

El asentamiento de varios grupos de inmigrantes y el afán imitativo de la cultura y costumbres europeas que caracterizó a los sectores pudientes desde mediados del siglo XIX, provocaron importantes transformaciones en sus hábitos alimenticios. Fue en esta época que se conocieron y expandieron los crudos, tártaros y escalopas debido a la influencia de la inmigración alemana; se empezó a respetar la hora del té, al estilo británico y el gusto por la pastelería, los confites y el chocolate espumoso se extendió, creciendo la tendencia a su consumo.

 Era el tiempo también, en que aún se comían cinco o seis platos a la hora de almuerzo y donde la sopa inauguraba invariablemente la hora de comida, generalmente a las ocho de la noche.   El viernes era el día de los pescados y mariscos, y en los mediodías de domingo eran tradicionales las empanadas hechas en casa. Para poder sorprender a los comensales se requería de un muy buen ingreso. Hacían falta múltiples ingredientes, escasos durante gran parte del año, o bien comprarlos en tiendas especializadas en productos alimenticios importados.

En las casas de fundo se solía conservar todo tipo de provisiones en despensas atiborradas de productos.  Allí se juntaban los alimentos más dispares: manzanas, pernil ahumado, charqui y malaya, huesillos y descarozados, orejones de membrillo, uvas en bolsitas de papel, salsa de tomates, damascos secos, pasas, quesos Chanco, de cabra y guindas en aguardiente. Los infaltables eran el dulce de membrillo y el manjar blanco, además del ají, las cebollas, la ristra de ajos, papas, porotos, garbanzos, lentejas, ciruelas secas, y finalmente el postre más socorrido de la cocina hogareña: los duraznos al jugo. Todo acontecimiento importante era celebrado con magníficos festines y como alguna vez señaló un importante diplomático chileno: “Cuando un hombre merece el bien del país en todas partes se le atribuyen honores. En Inglaterra se le nombra lord, barón o conde en Alemania; en España o Italia marqués; hasta en Francia lo designan para la Legión del Honor. Pero acá en Chile le damos bien de comer… «

Sin embargo, no todos los chilenos disfrutaron de la bonanza que brindaron las exportaciones de salitre. Los sectores populares observaban desde lejos los lujos y excesos de la élite y desarrollaban su propia cultura alimenticia. Sus bajos ingresos le impedían tener acceso a los productos importados y su dieta era muy poco variada, compuesta exclusivamente de ingredientes locales.  Escasa y todo, la comida popular tenía su gracia y sabores. Lo clásico era el arrollado, los pequenes, el buen frejol con brotes de cebolla y ají en vaina, el charquicán y la chanfaina.  El ajiaco, las sopaipillas y los picarones no estaban ausentes y, en casos especiales, la cazuela de ave y las albóndigas. La conectividad que brindaba el ferrocarril, permitió por otra parte que se difundieran las especialidades regionales como las longanizas de Chillán, las tortas de Curicó, los pejerreyes de San Francisco de Mostazal o los arrollados de huaso de Melipilla.

La diferencia en el consumo de alimentos de acuerdo a la capacidad económica y al nivel social, no era, sin embargo un fenómeno nuevo. Ya en las sociedades indígenas los jefes se distinguían, entre otras cosas, por su dieta. En el caso mapuche, los relatos de los cronistas afirman que el consumo de carne cocida o asada estaba reservado a los loncos, mientras el común de la gente basaba su dieta en frutas, vegetales, granos y legumbres. Sin embargo, las dos identidades que se forjaron sobre estas bases tenían algo importante en común: el deleite por la buena mesa y la exaltación del alimento; sofisticado y exótico para unos, escaso, pero siempre apetitoso para los otros.