Algo sobre el origen de las viñas en Chile

Patricia Arancibia Clavel

De acuerdo a lo consignado en documentos de la época, el verdadero precursor de la viticultura chilena fue Rodrigo de Araya, conquistador que llegó como mayordomo de Valdivia recibiendo de éste una encomienda en las tierras de El Salto, al norte de Santiago. Allí comenzó a producir vino de manera sistemática, siendo a poco andar, imitado por otros vecinos y encomenderos.  De hecho, como testimonia el cronista Jerónimo de Vivar, hacia 1558 ya había en Chile abundancia de viñas “como en ninguna parte de Indias”, haciéndose tanto vino que “basta para esta gobernación y puede proveer a otras partes.”

Entre los primeros productores también destacó Juan Jufré y Diego García de Cáceres quien plantó su viña en el centro de Santiago, vendiendo su producto, entre otros, a miembros de la Iglesia para que celebraran el culto. La primera compra autorizada por el Cabildo se efectuó en 1555 y fue equivalente a la cantidad de uva necesaria para hacer de ellas dos botijas de vino.

Mientras tanto, en Concepción, el gran productor fue Diego de Oro, quien a esas fechas,  ya había logrado transformar su viña en un gran centro de producción, pues sus muchos parronales de uva mollar daban 20 o 30 arrobas de vino “grueso, fuerte y bronco” y que según señalan las fuentes, “se beneficiaba con yeso y cocido, como se hace en muchas partes.”

Al comienzo, el precio de los viñedos era alto. Una transacción de 1559, da cuenta que un viñatero llamado Hernán Pérez había vendido la que poseía, incluyendo aperos  para la vendimia,  en 900 pesos oro, suma grande para la época y que tentó a muchos a seguir invirtiendo  en el negocio, más aún cuando la mano de obra era parte de la encomienda.

De hecho, en las décadas siguientes, las viñas proliferaron fuertemente desde La Serena a Angol, llegando a preocupar a las autoridades quienes se vieron en la obligación de tomar medidas para alejarlas de los centros urbanos.  Y es que el vino, era consumido en exceso tanto por indígenas como conquistadores. Era común, por ejemplo, que en las comidas de estos últimos se utilizara el llamado “brindis a la flamenca”, consistente en poner “botijas de vino en las mesas sobre manteles y brindando con mil ceremonias por cuantos hombres y mujeres le vienen a la memoria y a la postre a los ángeles porque así se usa en Flandes”.

Ya en 1603, un obispo decidió escribirle condolido al Rey de España que “desde los principios de la Conquista se ha introducido la vid, y a pesar que nadie ha pedido licencia, está la tierra tan llena de ellas que no hay pago, valle ni rincón que no esté plantado de viñas.”

El cultivo de la vid, y su explotación masiva, se intensificó de tal manera que en las primeras décadas del siglo XVII, muchos sectores suburbanos de Santiago, como La Chimba y Renca, casi no tenían otro objeto que su producción, situación que se extendió a Macul, Ñuñoa y a otros centros periféricos cercanos a ciudades y pueblos de norte a sur.  Ello llevó a que en 1654 la Corona emitiera una Real Cédula en la que prohibió nuevas plantaciones sin una autorización previa, quedando a su vez sujetas a una contribución tributaria.  Esta medida no prosperó y se continuó con las plantaciones a pesar de las reiteraciones que se hicieron posteriormente para prohibirlas.

Recién a mediados del siglo XVII comenzaron a expandirse las haciendas en la zona del Maule, que era el último y más austral de los nueve corregimientos que dependían administrativamente de la provincia de Santiago y donde aún no se creaba ninguna ciudad. Allí se fue desarrollando lentamente un modelo económico eminentemente agrario, centrado en la ganadería y en el cultivo del trigo y de la vid que generó una incipiente industria con el surgimiento de molinos harineros y bodegas para la elaboración de vinos. La ganadería también permitió la creación de una industria derivada, con la producción de cecinas, sebo, cueros y charqui, utilizándose también la lana de las ovejas y los cueros de las cabras de los que se obtenían cordobanes. Asimismo, se realizaban extracciones de productos como la brea, sustancia muy útil para la industria vitivinícola, sobre todo para el revestimiento de las vasijas.

Aparte de las grandes haciendas, diseminadas desde La Serena a Concepción, las unidades productivas por excelencia de este período fueron las chacras que –de una a cien hectáreas-  se dedicaban a cultivos destinados principalmente al consumo cotidiano y comercio interno. En casi todas ellas se producía el llamado “vino país”, nombre que se le dio a la cepa traída por Carabantes.  Generalmente –como lo hacían los jesuitas en su hacienda de Bucalemu- las viñas se rodeaban con plantaciones de higueras, cuyo fruto, -el higo, que casi no tenía valor alguno-  servía para atraer a las aves, a fin de que éstas no hicieran mal a la uva”.

A diferencia de otros cultivos, para plantar viñedos no se necesitaba ser gran propietario ni tener grandes extensiones de tierra. Una ventaja adicional era que éstos necesitan poco riego. En otros predios, con abundancia de agua, los dueños de chacras cultivaban alfalfares, cuyo producto servía para alimentar los caballares, lo que permitía mantener el parque de bestias de monta y de carga.

A fines del siglo XVII, además de las chacras y fundos cercanos, el 19% de los solares de Santiago estaban dedicados a producirlo. La faena vitivinícola era la clásica española y necesitaban las mismas labores estacionales; sólo los fertilizantes eran diferentes, ya que según las regiones se utilizaba guano o las hojas descompuestas de los algarrobos.