En busca de Prat…

Con los héroes ocurre que nos acostumbramos a su muerte, pero no a su ausencia. Tal como la sombra sigue al cuerpo, ellos caminan con nosotros sin que siquiera nos demos cuenta. Es sin duda, lo que nos pasa con Arturo Prat, nuestro héroe por excelencia, quien hace 143 años dio un salto a la inmortalidad quedando por ello grabado para siempre en nuestra memoria colectiva.

Pero ¡qué difícil es decir algo nuevo sobre su figura! Gonzalo Vial reconstruyó con la maestría de los grandes historiadores, la biografía de este hombre “de carne y hueso” que justamente por haber vivido una vida tranquila y sencilla, sin aspavientos, tan común como la de cualquiera de su edad y condición, nos parece tan familiar y fácil de evocar.

Quizás uno de sus rasgos más desconocidos es el de su religiosidad y amor por los libros. Todos sabemos que fue el primer oficial de marina que, sin perjuicio de cumplir sus obligaciones en la Armada, estudió Leyes y se tituló de abogado. Pero pocos en cambio saben que ejerció libremente la profesión y que por ello poseía un estudio en pleno centro de Valparaíso, para ser exactos, en la Plazuela de Justicia N°15. Allí, en el segundo piso del edificio, cuya planta baja era ocupada por el Banco Consolidado- arrendaba una pequeña oficina, separada por un débil tabique con el bufete de otro abogado, J. Joaquín Larraín. Hurgando por allí y por allá, me reencontré con el testimonio de éste, su colega y vecino, quien en 1884 publicó en el semanario La Lectura, N° 49, un interesante artículo donde bajo el título de “Una visita al gabinete de Arturo Prat”, describe el lugar y su último encuentro con el héroe en abril de 1879.

“Una sola escalera – cuenta Larraín- nos conducía a nuestros respectivos departamentos… Arturo Prat, en esa época, acababa de regresar de su bien difícil y mejor llenada misión a Buenos Aires. Lo veía frecuentemente. Nos encontrábamos a menudo, ya entrando o saliendo de la escalera común, y muy pronto, trabábamos corta pero animada conversación.” (…) Una mañana entró a mi oficina alegre, satisfecho y casi radiante. – Me voy compañero, me dijo, y vengo a darle el adiós del vecino y del colega. -Entonces no me resta sino desearle una feliz campaña. Tendremos un almirante entre los abogados…  – ¿Almirante? No, por cierto, replicó. En las campañas la gloria es para los grandes; el sacrificio y el deber para los pequeños… cumpliremos con el nuestro… he ahí todo.”    Prat se despedía, sin saber que nunca más subiría por esa angosta escalera y menos, que sus palabras serían proféticas.  

Poco tiempo después de ese 21 de mayo que resuena en nuestra memoria, Larraín tuvo el privilegio de entrar a la oficina de Prat junto a otro abogado, David Campuzano. Luego de describir el mobiliario –una mesa de escritorio de jacarandá, un gran tintero, un juego de sillones y sillas de marroquí- nos cuenta de los libros que se encontraban en la estantería: “Varias obras notables de derecho francés, Alauzet, Mourlon, Zachariae, Pothier, una colección de las Siete Partidas y los códigos modernos, otra de boletines y otras obras de práctica forense.”  Ese era el corto, pero selecto bagaje del jurista. Pero, una tabla más abajo, se encontraban aquellas obras que reflejaban al lector de filosofía.  Ahí estaban El siglo de Luis XIV de Voltaire; las obras de Rousseau, las de Berryer y de Montesquieu; un grueso Montaigne, El genio del Cristianismo de Chateaubriand y la famosa obra de Augusto Nicolas sobre el Cristianismo.

Pero, lo que más emocionó a los visitantes fue encontrar, entre medio de aquellos libros, “un pequeño devocionario, recuerdo de infancia, sin duda; o quizás un precioso talismán, olvidado por el marino en alguna de sus rápidas marchas. Campuzano y yo nos miramos… Aquél era nuestro más precioso descubrimiento; ese libro descuadernado y roto era ciertamente un trozo del pecho de Arturo Prat. Habíamos visto su cerebro; era lógico que viéramos también su corazón.”

Arturo Prat – concluye Larraín -, “no solo sabía luchar, mandar, vencer, morir; sabía también -y sabía perfectamente- orar, es decir, amar. Y ese libro, don de su madre o recuerdo probable de su esposa, estaba ahí, roto pero vivo aún, tal como quedó su dueño después del mortal combate sobre la cubierta del Huáscar.”  

En esas líneas quedó retratado nuestro Arturo Prat, el hombre de carne y espíritu, rico en sentimientos y en inquietudes intelectuales, amante de su patria terrena y de la celestial. Recordar su pequeña pero valiosa biblioteca, nos aleja de la rigidez de las estatuas y nos acerca a la calidez de su humanidad.