Úrsula Suarez: una monja rebelde del siglo XVIII

Patricia Arancibia Clavel

El género autobiográfico es interesante, más aún si quien relata su propia vida es una monja chilena de comienzos del siglo XVIII. Se trata de Úrsula Suarez, (1666-1749)  una joven de la alta sociedad santiaguina de la época,  quien a instancias de su confesor, un cura jesuita, decide relatar su infancia y parte de sus experiencias como monja en el convento de las Clarisas, ubicado en la Plaza de Armas de la capital y que su tío abuelo materno había mandado construir con sus bienes. Allí ingresó a los 12 años, sin salir de allí nunca más hasta su muerte, cuando había cumplido los 83 años.

El texto   no deja de sorprender ya que da cuenta de la vida de una religiosa que escapa  los cánones tradicionales. Alegre, picaresca, de temperamento fuerte y carácter travieso y revoltoso, Sor  Úrsula  era una escritora nata, que poseía un gran caudal de lecturas a su haber y que, sin tapujos,  relata  en  un lenguaje coloquial y cotidiano, sus pensamientos, sueños  y sentires  más íntimos en conversaciones directas con Dios y consigo misma.

El texto –mezcla de visiones, fantasías y datos reales-  está plagado de rebeldías, como dejar establecido que ella escribe porque ha sido obligada a hacerlo por su confesor, de quien ha tenido que tolerar  “sus malos estilos, bufidos, gritos y ultrajes”.  Eran tiempos  en que los confesores gobernaban las almas de los fieles, más aún si eran religiosas y mujeres.  De hecho, Úrsula  sostiene que debe sujetarse a su dictamen,  “pues él sabe que yo soy una simple mujer.”

Convencida que debe expiar sus pecados y convertirse en una “santa disparatada”, su relato de vida la incomoda , porque pese a que es consciente de que es  una ” esposa de Cristo”, no puede evitar la atracción por las vanidades mundanas. De hecho, fue acusada en 1715 por la abadesa de “albarotar el convento, perder el respeto y obediencia a las preladas, dando escándalos y causando incendios en las religiosas, quitándoles el habla porque no la habían hecho abadesa y prelada.”

El estilo de vida conventual era en esa época bastante confortable, más aún si la familia de la religiosas poseían  status y  riquezas. En Las Clarisas, las “celdas” donde habitaban algunas de ellas, eran asignadas según la dote y eran verdaderas y amplias casas. La de Úrsula había sido comprada por su madre y tenía incluso un huerto: en ella convivía con otras monjas de menor fortuna y varias sirvientas a quienes debía solventar. Curiosamente, era escasa la vida en comunidad y éstas tenían acceso y posibilidades para tener todo tipo de relaciones sociales.

De hecho, se permitían las llamadas “devociones”,- una costumbre que existía en todos los conventos de América- que posibilitaba a la monja tener amistades particulares con hombres a través de los locutorios.

Según relata la propia  Úrsula en sus largos diálogos autobiográficos, su trato con los “endevotados” había sido cosa de su mocedad. La mayoría de ellos eran “hipocondríacos”, hombres aquejados de melancolía, que buscaban consuelo para sus tristezas en la amistad y gracia que les ofrecía  la conversación monjil.  Pero, dicha  relación no era gratis para los caballeros visitantes.  A cambio de esos momentos, éstos debían retribuir  esas horas de atenciones recibidas,  con vestuario, alimentación, dinero  y objetos para alhajar las “celdas” de sus interlocutoras. Éstas –por razones obvias-  cuidaban de no enamorarse ni dejarse seducir, lo que no siempre era posible. Úrsula al menos comenta que tuvo en algún momento tres “endevotados” pero que  nunca usó con ellos las “mangas anchas” ni permitió que le pusieran la  mano en ellas, permitiendo –a lo más-  la mano en la  “faldriquera.”

Quien quiera conocer de cerca las vidas y costumbres de las mujeres del siglo XVIII, captar las sensibilidades y sicología de quienes ingresaban a los conventos y descubrir la “otra” historia, la real y cotidiana, de quienes nos precedieron en el tiempo, debe leer esta Relación Autobiográfica de Úrsula Suarez que fue publicada en 1984 y que pasó sin pena ni gloria por las librerías de nuestro país.