¿Presidencialismo o Parlamentarismo? Una mirada histórica

Patricia Arancibia Clavel

Uno de los mitos más generalizados relativos a nuestra historia política contemporánea es el de sobrevalorar la importancia que tuvo la guerra civil de 1891 como un acontecimiento que marcó el fin de una época (el orden portaliano) y el inicio de un nuevo período al cual se le ha denominado parlamentario. En efecto, la derrota y el suicidio de José Manuel Balmaceda en septiembre de 1891, tras el triunfo de las fuerzas congresistas en Concón y Placilla, ha tenido un peso significativo a la hora de marcar hitos historiográficos, y ha implicado en la práctica, que la mayoría de nuestros manuales de historia adelanten cronológicamente el siglo XX chileno en casi una década.

Sin desconocer el dramatismo del acontecimiento, la verdad es que el conflicto de 1891 no alteró significativamente el orden político, institucional, económico y social del país. En este sentido, Chile no se enfrentó a una “revolución” que cambiara las estructuras básicas de su sociedad, sino que a un choque violento de posiciones políticas en torno a cuál era el régimen de gobierno más adecuado para los intereses de la clase dirigente.   

De hecho, el sistema político-social que se implantó por casi treinta años (1891-1920), fue producto de una gradual evolución que se venía gestando desde mediados del siglo XIX y que ya a fines de la centuria era incontrarrestable. La llamada “república parlamentaria”, no fue otra cosa que la extensión de la “república liberal” , la cual sí inauguró, a partir de la década de 1860 un nuevo momento de nuestra historia al comenzar a dejar atrás ese “orden portaliano.” Desde esta perspectiva, el presidente Balmaceda, en el fondo,  estuvo nadando contra la corriente al intentar resucitar una tradición autoritaria que no se condecía con la penetración cada vez más intensa del ideario liberal tanto en materia política como económica.  Lo que se logró en definitiva en 1891 fue eliminar los últimos obstáculos que impedían el pleno desarrollo de ese ideario y consolidarlo, pero dentro de las peculiaridades propias del proceso chileno.

Para entender dicho proceso, es necesario retrotraerse un poco en el tiempo. Fue en efecto,  a partir del gobierno de José Joaquín Pérez  (1861-1871) que la influencia de la ideología liberal, triunfante en Europa Occidental a partir de la década del 30, comenzó a calar hondo al interior de nuestra clase dirigente. Poco a poco, esta fue aceptando los postulados modernistas en boga, que propiciaban en el ámbito político la necesidad de limitar el poder del Estado y de la Iglesia en pos de una mayor libertad del individuo. Ello implicaba una concepción más abierta, laica y pluralista de la sociedad que se contraponía tanto con el proyecto autoritario y presidencialista que había caracterizado al régimen portaliano como con la cosmovisión religiosa predominante en la época.

En la conformación de esa concepción y en la evolución hacia el parlamentarismo,  no estuvo ausente, por una parte, la transformación que se comenzó a observar al interior de la clase dirigente, y, por otra,  el proceso de formación de una incipiente clase media, todo ello producto especialmente del desarrollo económico que se observó en el país.

Durante la primera mitad del siglo XIX el actor económico, político y social por excelencia fue la aristocracia. Sin embargo, a mediados de la centuria, un sector importante de esta dejó atrás su raigambre agrícola y conservadora entrando a jugar un papel importante en los negocios, la industria y la minería. Este grupo, que incluyó a extranjeros de éxito, fue afianzando su influencia y su riqueza, terminando por absorber con su mentalidad modernizadora a parte de la aristocracia terrateniente.

Ello fue posible dado que Chile se había incorporado tempranamente al circuito del comercio mundial experimentando una notable expansión económica al orientar la producción de sus recursos mineros (plata, cobre y carbón) y agrícolas (trigo) a la exportación.

Si bien el Estado al contar con ingresos crecientes fue un importante agente económico, en líneas generales, la actividad económica giraba en torno a la iniciativa privada, siendo la idea predominante en los círculos de poder de que una economía abierta y libre favorecía el crecimiento y desarrollo del país. El pensamiento económico liberal fue así ganando espacios, concretándose en la década del 60 el libre establecimiento de bancos y una completa libertad de comercio y cabotaje.

El nuevo orden político que se empieza a gestar buscó su fundamento doctrinario en los ideales del constitucionalismo clásico inglés el cual, en líneas generales, partía del supuesto que quien mejor representaba la voluntad popular era el Parlamento, organismo que, se suponía,  reunía todas las expresiones y sensibilidades de una sociedad libre.

El deseo de avanzar por este camino se cristalizó a partir de una serie de reformas políticas que tendían a disminuir las facultades presidenciales ya desde comienzos de la década del 70. No sólo se prohíbe la reelección inmediata del Primer Mandatario y se limitan sus atribuciones, sino que también se le entregan al Congreso ciertas facultades que le permitían a sus miembros jugar un papel fiscalizador sobre las acciones del Ejecutivo.

Paralelamente a este proceso, los partidos políticos —que hasta el inicio de la década del 60 habían tenido un escaso rol en el desarrollo político-institucional—, comenzaron a tener una estructura orgánica más definida. Convertidos en actores políticos cada vez más potentes, empezaron a determinar en mayor o menor grado las conductas y decisiones de la clase dirigente, la que frente a una mayor competencia,  optó por   seguir los dictámenes de su clientela partidista por encima de aquellos que el Ejecutivo interventor intentaba hacer prevalecer. En 1874 una reforma constitucional había eliminado el sufragio censitario, obviando la exigencia que prevalecía hasta la fecha de que debía poseerse una renta, un oficio o una industria para inscribirse en los registros electorales. La norma se reemplazó por “saber leer y escribir”, lo que en teoría amplió la participación electoral y la necesidad de que los partidos actuaran más acorde a los planteamientos de las bases.