El origen del rodeo

Patricia Arancibia Clavel

En las grandes haciendas del valle central, los caballos  eran  destinados principalmente a labores campesinas, de transporte y especialmente para la ganadería. Cuidados con prolijidad, estos eran una pieza esencial a la hora de bajar a las llanuras y potreros de la costa a las miles de cabezas de ganado mayor que permanecían en las zonas más altas al abrigo de las invernadas. Ya desde 1557, un decreto del Cabildo había ordenado marcar todos los años y obligatoriamente al ganado, los caballos y otras especies, a fin de delimitar claramente la propiedad de sus dueños, faena que, con el tiempo dio paso a uno de los deportes más populares de Chile: el rodeo.

La operación durante los siglos coloniales —relata Recaredo Santos Tornero en 1872— era ejecutada a principios de la primavera por los vaqueros de la hacienda, “hombres singulares, leales, valientes i dotados de una fuerza i resistencia sorprendentes”, quienes se vestían con una chaqueta y pantalón de cuero para resguardarse contra las espinas de los zarzales, cubrían sus cabezas con un enorme sombrero de lana de inmensas alas y calzaban botas con unas espuelas gigantescas.

Encajonados en la nube de pellones que cubría la silla de sus cabalgaduras, estos jinetes  se internaban en busca del ganado para guiarlos a los corrales, llamados también enfriaderas. Estando allí, se procedía a la “aparta”, que consistía en separar los animales en grupos distintos, según el uso a que se les destinaría. Posteriormente, los vaqueros montados en sus mejores caballos y armados de una pequeña picana, entraban al corral, se abrían paso entre la masa compacta y mugiente de animales, hasta llegar —cada uno de ellos— al costado del animal que le había sido designado de antemano. Arreaban entonces sobre las ancas y flancos de los animales la picana y con gritos de arreo y su caballo, diestro en las maniobras, le hacían seguir a escape el camino del corral destinado a ese grupo, sin apartársele ni un instante del lado.

Era aquí donde  se ponía a prueba la verdadera habilidad del jinete, quien, “una vez que había conducido al ganado hasta la puerta del corral, los huasos que la guardaban la dejaban salir para precipitarse en seguida sobre ella haciendo girar sus lazos de cuero torcido.” Segundos después —sigue describiendo Santos Tornero— “el toruno… se veía repentinamente detenido en su carrera, aprisionado entre nudos corredizos de varios lazos que, lanzados al mismo tiempo, lo arrojaban por tierra privado de todo conocimiento. Era el momento en que el capataz aplicaba sobre una de sus ancas un fierro incandescente que le quemaba las carnes y le dejaba estampada para siempre la marca de la hacienda en que había nacido. Esta labor la realizaban solo los jinetes más avezados en caballos seleccionados por su rusticidad, agilidad y valentía”.

Esta dura tarea de arrear, apartar y marcar el ganado que se ejecutaba todos los años en las haciendas de la zona central, fue, poco a poco y de manera natural derivando al ámbito competitivo, convirtiéndose en una gran fiesta de intenso atractivo, a la que asistían todos los inquilinos con sus familias, los vaqueros de las haciendas vecinas y el patrón. Fueron los comienzos del rodeo, que con el paso del tiempo —a mediados del siglo XIX— se convirtió en el principal deporte nacional.

A partir de 1860, la aparta de animales tan propia de las grandes haciendas ganaderas y donde el caballo cumplía un rol tal fundamental, fue derivando en un espectáculo cada vez más esperado. Los jinetes deseaban mostrar la fuerza y agilidad de su caballo y competir por ser los mejores ya no sólo del campo en el que trabajaban, sino que de toda la zona que los rodeaba. La prueba más dura y difícil era la de parar en seco al animal, lo que llevó a que la atajada se convirtiera en la principal atracción de una competencia que se hacía cada vez más popular y que empezó por estos años a correrse en una medialuna.

La fiesta del rodeo se fue haciendo tan importante y valorada por el mundo campesino, que ya a fines del siglo XIX, algunos criadores se dedicaron especialmente a “arreglar” al caballo especialmente para el rodeo, lo que permitió que el caballo chileno mantuviera sus características, pese a que su crianza había decaído con la introducción de otras razas utilizadas en la hípica y trabajos pesados de tiro.

Fue en el año 1962, cuando la tradición campesina del rodeo fue decretado como deporte nacional. La competencia no es fácil porque los participantes deben cumplir con una serie de reglamentos y normas, entre ellas, una vestimenta que es oficial. Ésta está compuesta por un sombrero de paja, o chupalla, o de corte cordobés negro, faja sobre el cinturón, camisa blanca o cuadrillé, una chaqueta corta de terno blanca o negra, pantalón gris listado en negro y botines negros, espuelas con un diámetro mínimo de 3 1/2 pulgadas y sin inclinaciones en las rodajas, además de la manta, cuyo diseño consiste en cuatro campos y tres listaduras enmarcadas por una huincha gruesa hecha con los mismos colores utilizados en dichas listaduras. Es la manta, única prenda de ancestral origen incaico, la que define la tenida. Sus colores determinan la identidad de cada criadero y lucirlas es todo un orgullo para los competidores.

Fuente: Patricia Arancibia Clavel. Bucalemu 480 años de tradición.